Con los dedos ennegrecidos temblando, rompió el sello del pergamino y lo leyó. "Jaz vay pozdravju". Las palabras eran extrañas, incómodas para su lengua. "Prelusjem váz dobrey". Con una mano hizo gestos que había aprendido de sus maestros, aunque en su debilidad esos movimientos eran defectuosos y su concentración imperfecta. "Vimenju te teysoč in enje bogev obnovium vasz". Lo único que Mikulov logró a la perfección: las palabras y gestos apuntaban con precisión a la herida que flotaba sobre él, en vez de a sí mismo.

Tendido en el suelo, perdiendo su fuerza lentamente, pensó que era lógico. La propia naturaleza de la criatura parecía exigir esa acción. ¿Era posible librarse de una herida golpeándola? No, eso solo crearía una herida mayor. Uno solo podía librarse de una herida sanándola.

Sus actos habían sido peligrosamente irracionales. Retrospectivamente, Mikulov reconoció que la criatura nunca había iniciado un ataque. Se había limitado a contrarrestar los suyos. Mikulov se sintió idiota por sacar conclusiones precipitadas y temer la intención misteriosa y macabra de la criatura. Aparte de vigilar la salida de la cámara, no había hecho ningún movimiento agresivo.

Por supuesto. Una herida en sí no era agresiva; lo era la persona que la causaba.

Cuando su boca formó las últimas palabras y el pergamino se convirtió en polvo entre sus manos, Mikulov levantó la vista y vio que los bordes serrados de la herida se habían cosido limpiamente, que la supuración viscosa se había reducido, que la enorme criatura era ahora más pequeña, mucho más pequeña, pero seguía siendo poderosa, lívida, y lo que era más importante, seguía flotando en la salida de la cámara. Cuando aceptó la evidencia que ofrecían sus ojos, Mikulov se sintió descorazonado, pues la efectividad del mantra había llegado a su fin. Su mente se aferró con desesperación a las palabras insondables que ya estaban borrándose de su memoria.

El mantra no era suficiente, y no tenía más. En silencio, gritó suplicando con violencia, apuntando mentalmente a los dioses: ¡Por favor, responded a mi necesidad!

La desesperación hizo que se abriera una puerta en su mente. Oyó una voz que lo regañaba: Fija tu mente con firmeza en la necesidad, y comprendió lejanamente que eran sus propias palabras de sus días en el campo de entrenamiento. Concéntrate en ese requisito. Y era un requisito, porque no saldría vivo de esa cámara si no lograba vencer a esa aberración sobrenatural. No, vencerla no, sanarla. Deja que tu deseo libere ese flujo de energía desde tu mente hasta cada fibra de tu cuerpo y tu espíritu.

Mikulov expulsó de su consciencia todos los pensamientos perdidos y se concentró por completo en la necesidad de curar aquella llaga. Realizó todas las pequeñas acciones que se le ocurrieron, por absurdas que fueran. Levantó las manos hacia la criatura. Movió los labios con voz ininteligible, murmurando palabras vagamente reconfortantes y tranquilizadoras, y cuando vio a qué poca distancia flotaba sobre él, extendió los brazos y abrazó a la criatura, sintiendo cómo la energía fluía hacia ella a través de él. Por fin, tras minutos aparentemente eternos de concentración insoportable, sus ojos se cerraron y sus brazos cayeron al suelo mientras el agotamiento se apoderaba de él.

Yació inerte, demasiado débil para moverse. El sueño lo reclamó por fin, un beso leve sobre su frente.

***

No sabía cuánto tiempo había pasado allí, ni cómo había podido recobrar fuerzas suficientes para abrir los ojos y levantar la cabeza, pero por fin lo hizo y vio que estaba solo. No había nada flotando sobre él ni amenazándolo en modo alguno. Esperó largo tiempo, pero por fin aceptó lo que le decían sus instintos. La llaga ya no existía. La herida, sanada, había desaparecido.

Incorporándose sobre un codo, observó una segunda sala más pequeña que no había visto antes, apenas mayor que la celda de un monje en el monasterio; al parecer, sanar la herida había activado la apertura de aquella cámara. En su interior, Mikulov encontró sustento: una jarra de agua para saciar su sed y carne salada para alimentar su cuerpo. Débil como estaba, Mikulov no halló placer en reponerse. En vez de eso, comió y bebió lentamente, sin pasión, pasando cada momento contemplando todo lo que había aprendido. Examinó la cámara escondida y se preguntó por el instrumento que había obrado su ocultamiento. Era poder, claramente, quizás preparado por los maestros, diseñado para medrar a perpetuidad. Mikulov podía sentirlo con sus recién adquiridas habilidades; su prueba de aquel día había abierto de repente una puerta en su mente, y ahora descubría que podía sentir la fuerza de los dioses allá donde fluyera, al menos en un grado pequeño. Mientras mascaba mecánicamente la carne dura y la tragaba con agua, exploró la habitación con la mirada y descubrió que estaba rodeado por más poder del que había pensado en un principio. Mucho más.

Tragando, afinó su escrutinio.

Mikulov comprendió instintivamente que la invocación de un ser místico como la herida requería tanto control como mando; su aparición debía coincidir más o menos con las nuevas llegadas desde el monasterio, mientras que su desaparición —dependiendo de si había sido sanada— debía señalar la apertura de la cámara interior para alimentar al vencedor.

O para llevarse el cadáver del vencido.

Mikulov no solo podía sentir el poder, sino que ahora también reconocía su propósito: el ocultamiento. Los maestros habían escondido algo más allí. El corazón de Mikulov empezó a latir con fuerza al pensar en qué podía ser, pero enseguida impuso la calma en sus pensamientos y emociones, recordándose el medio que usaban los monjes del Monasterio Suspendido para canalizar la fuerza de los dioses: un espíritu equilibrado.

Sin prisas, Mikulov respiró profunda y uniformemente, y cuando estuvo totalmente en paz, extendió el brazo y tocó el poder y, con un movimiento de la mano, le ordenó: Márchate.

Así se reveló otra cámara, y los cadáveres de otros novicios que yacían en su interior.

Había muchos, todos desnudos, grotescos en su putrefacción, pero también suplicantes, desamparados en su abandono. Dados los pocos novicios que se sometían a ese desafío, los cuerpos de aquella cámara —algunos eran esqueletos cubiertos de polvo; otros cadáveres resecos en distintas fases de la descomposición— debían representar todos los niños rebeldes que habían soñado con convertirse en monjes desde hacía siglos. Sus ojos se posaron en todos y cada uno, y por fin encontró uno que atrajo su atención, pues parecía ser más reciente que los demás, y también más grande.

Gachev siempre fue más alto que el resto de nosotros.

Mirando a los ojos de su antiguo torturador, Mikulov recordó que había oído la voz del muchacho en su mente. Si sigues tus impulsos en vez de a los dioses, nunca me salvarás. En aquel momento, Mikulov se había sentido confuso por el uso de la palabra salvar, pero ahora lo entendía.

A decir verdad, se dio cuenta Mikulov, con esa advertencia Gachev me salvó a mí.

Como sus cuerpos amontonados en la cámara oculta, ¿los espíritus de todos aquellos niños estaban atrapados? ¿Se refería Gachev a eso cuando dijo salvar? En ese caso, ya no estaban atrapados. Cuando las provisiones hubieron devuelto la vitalidad a su cuerpo y su mente, Mikulov regresó a la superficie para encontrar un lugar adecuado. No se sorprendió al comprobar que Gachev no estaba esperándolo, pero se sintió solo igualmente.

Nunca podría reunir leña suficiente para una pira funeraria, no para tantos cadáveres, pero esperaba que fuera suficiente que emergieran de su cámara escondida y experimentaran el calor del sol una vez más sobre sus huesos antes de yacer en su descanso eterno.

Tardó mucho en llevarlos en brazos; se vio obligado a hacer varios viajes, y la noche había caído hacía largo rato cuando terminó. Sacó a Gachev después que a todos los demás y puso su cuerpo encima de los otros. Descansó esa noche, pues no tenía prisa. Por fin llegó la mañana, y después de que sintieran el beso del sol por última vez, Mikulov los cubrió de piedras, creando un gigantesco monumento a los muertos del monasterio. No dijo nada cuando terminó. No se sentía capaz. En su lugar, se giró y se tambaleó en dirección al hogar, despidiéndose brevemente de los antiguos novicios, sus hermanos y hermanas perdidos.

***

Fue un día y medio después de su victoria cuando Mikulov realizó su regreso triunfante y sin prisas al Monasterio Suspendido. El sol había pasado su cénit hacía mucho y parecía desplomarse hacia el horizonte occidental, pero seguía iluminando el portal por el que había salido. Allí encontró a Vedenin, encorvado y marchito, cambiando incómodamente el peso de un pie a otro. Mikulov tenía la impresión de que había guardado vigilia en esa postura muchas horas, aunque su ceño fruncido parecía dar fuerza al anciano monje.

—Hace más de un día que terminó la prueba —dijo, y con esas palabras Mikulov averiguó muchas cosas. Como había sospechado, la desaparición de la herida había señalado el fin de la prueba, lo que no solo había activado la apertura del portal oculto, sino que también había alertado a los maestros. Llevaban todo ese tiempo esperando.

—El resto de mis hermanos se ha cansado; por eso solo quedo yo —dijo Vedenin. Claro, pensó Mikulov. ¿Cómo iba a dejar pasar una oportunidad para criticar mi actuación ante la herida? Debe de dolerle enormemente que haya vuelto victorioso.

Mikulov caminó lentamente y en silencio hacia él. —Tenía mucho que hacer, hermano —dijo, y aunque su voz estaba ronca por los nueve días de desuso, se sintió tremendamente satisfecho por el nuevo honorífico que había usado. El anciano ya no era el maestro Vedenin, sino el hermano, pues Mikulov se había ganado el derecho a ser un monje del Monasterio Suspendido. Pero sabía que su educación no había hecho más que empezar, que los maestros a menudo pasaban décadas instruyendo a los nuevos monjes, así que tuvo cuidado de no modular su voz con presunción ni orgullo; en su lugar, habló a Vedenin con el respeto correspondiente.

Y con la furia justiciera suficiente para impedir que el viejo monje respondiera.

—Encontré mucho más que comida y agua en la cámara oculta —continuó Mikulov, y vio que los ojos del monje se abrían ligeramente.

—¿Bastante para ocuparte un día y una noche? —dijo el anciano, con una indignación aparentemente no tan justificada como su enfado de momentos atrás.

Mikulov hundió su mirada en los ojos del hombre y no vaciló. Al cabo de un rato asintió y dijo: —En efecto, porque en las montañas hay poca leña, y debía enterrar a muchos de mis hermanos.

El recuerdo estaba fresco en su mente, y por el aspecto sorprendido de Vedenin, debía de ser visible también en su propia faz.

Vedenin y los demás maestros podían creer o no que Mikulov tuviera éxito, pero claramente no esperaban que descubriera los cadáveres escondidos.

Mikulov pasó al lado de Vedenin. No fue un movimiento apresurado ni brusco, pero sacó al viejo monje de su estupefacción. —Llegas tarde y los estudios te esperan —ladró a sus espaldas—. Irás al liceo inmediatamente.

Mikulov negó con la cabeza, cansado, todo su esfuerzo pesándole de repente. —Todavía no, Vedenin —dijo—. Antes comeré; luego me bañaré.

Los ojos del monje se entrecerraron con furia, y solo con un esfuerzo visible pudo mantener la apariencia de su autoridad habitual. —Debes dirigirte a mí como… —titubeó—. Como hermano Vedenin.

Mikulov se permitió sonreír. Oh, cómo debe de irritarle ser incapaz de decir maestro, caviló. Cómo debe de odiar el hecho de que ahora seamos hermanos. Pero entonces lo asaltó un nuevo pensamiento, y su sonrisa se desvaneció. Soy uno de los más jóvenes que ha llegado a ser monje. La gratitud lo abrumó.

—Estudiaré, hermano —dijo con auténtica humildad y respeto—. Pero apesto a cadáver y no insultaré a los dioses acercándome a ellos tan sucio. Primero comeré; luego me bañaré, y entonces estudiaré. —No caería en la trampa, y sus días de aceptar la condescendencia habían terminado. Mientras el anciano balbuceaba, Mikulov se alejó, diciéndole por encima del hombro—: Buenas noches, hermano.

En su regreso al Monasterio Suspendido, Mikulov había pensado mucho en la soledad que había teñido su vida, y se percató de que con su éxito en las montañas había logrado por fin la familia que había buscado durante tantos años. Pero no había sucedido como había planeado. Aunque se esperaba de él que se dirigiera a los demás monjes con "hermano" o "hermana" a partir de ahora, la auténtica familia de Mikulov estaba en otra parte. Sus parientes más cercanos descansaban detrás de él, en la cima de la montaña, no dentro del monasterio.

Hermanos de armas

Joyero

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