Capítulo 2

«Pero incluso desnudo como un pollo desplumado y atado a una estaca en lo alto de una hoguera, el astuto Zei se sabía más trucos que secretos tiene el mar». —Zei y las Treinta Colas del Tigre

Tras cinco minutos de mucho movimiento, el Padrastro Yao estaba sentado a su mesa, mirando con cara de pocos amigos al viejo que de algún modo se había colado en el nivel más seguro de la fortaleza más secreta de todo Xiansai. Yao había ordenado inmediatamente como de costumbre que se notificara de la intrusión al Hombre Roto, quien estaba… en viaje de negocios, pero eso era solo una formalidad. Los intrusos morían.

La Tía Xa y el Tío Hao, dos de los asesinos más letales de la Décima, flanqueaban al visitante inesperado, con sus espadas desenvainadas y a punto para golpear a una orden del Padrastro. Aparentemente ajeno a la amenaza implícita, el anciano miraba sonriente el lujo que lo rodeaba, desvió su atención al escritorio que lo separaba de Yao y suspiró.

—Estoy hambriento —dijo—. ¿Tenéis algo que comer?

—Por supuesto —dijo Yao, volviéndose hacia Jia, quien aguardaba afligida junto a la puerta. Tal vez esperaba que la hicieran salir de la habitación. De haberse tratado de cualquier otra hermanita, es lo que Yao habría hecho. Pero Jia era diferente, siempre lo había sido. Tenía que ser más dura. Yao fingió no darse cuenta de que la Tía Xa, que una vez le había arrancado la garganta a un hombre de un mordisco, le echaba miradas de preocupación a la chica.

—Tráenos un plato de pastelillos de mi despensa, Hermanita. Luego prepara un poco de té del tarro marrón.

Jia se fue corriendo y regresó con un plato cargado de pastelillos. Al viejo se le ensancharon los ojos cuando se lo pusieron delante.

—Bueno, amigo —dijo Yao cuando Jia se había vuelto a ir a la despensa a preparar el té—. ¿Quién eres, y cómo has llegado hasta aquí?

—Por el pasadizo secreto de detrás de tu estantería —dijo el anciano, contemplando los pastelillos como si le estuvieran contando secretos—. ¿Puedo coger el de chocolate con rayas de arándano? Tiene una pinta deliciosa.

Yao frunció el ceño.

—Te he preguntado cómo te llamas.

—Sí, te he oído.

—¿Y?

—¡Creía que bromeabas! —El viejo rió, alzando las manos al aire—. ¡Todo el mundo conoce a Shen el Avaro!

—Yo, por desgracia, no —dijo el Padrastro Yao—. Coge los pastelillos que quieras, amigo.

Shen el Avaro se quedó atónito ante aquella generosidad inesperada, y se abalanzó sobre el plato.

—Bueno, y ahora me gustaría saber por qué has… —El Padrastro Yao calló horrorizado al ver cómo Shen se cepillaba la pila de pastelillos como si contuvieran el antídoto al té envenenado que Jia estaba preparando.

—… por qué has venido aquí —consiguió decir al fin Yao. La Tía Xa y el Tío Hao parecían hipnotizados ante la escabechina.

El viejo respondió con la boca llena, rociando la mesa de trocitos de pastelillo.

—Me temo que no lo he entendido —dijo el Padrastro Yao.

—No me extraña —dijo Shen, engullendo el último trozo—. Es un plan muy complejo.

—No —dijo Yao, inspirando para calmarse—. No he entendido lo que has dicho con los pastelillos en la boca.

—Mis disculpas. Deja que te lo explique otra vez… ¡Ah, ya traen el té!

Se oyó el tintineo de la porcelana al volver Jia y depositar la tetera humeante y dos tazas en la mesa.

—Gracias, Hermanita —dijo Yao, y sirvió una taza a Shen. Diminutos remolinos del color del roble pulido delataban el contenido letal del oscuro té, pero el viejo no lo notaría en el sabor ni sentiría nada. Se quedaría dormido y ahí acabaría la cosa. Pero aún quedaba la cuestión de…

Shen cogió la taza y se la bebió de un trago.

—Caramba —dijo el anciano, exhalando vapor—. Estaba delicioso. ¿Podría repetir?

Con el ceño fruncido, Yao sirvió otra taza. Shen tomó un sorbo y se lo paseó concienzudamente por la boca.

—Te lo preguntaré otra vez —dijo el Padrastro Yao—. ¿Por qué estás aquí?

Shen el Avaro frunció la boca como pensando solemnemente y saboreó de nuevo el té. Una expresión de deleite se le dibujó en el rostro. Se inclinó con complicidad hacia el Padrastro Yao.

—¿Esto que noto es raíz de escorpión? —dijo, como si uno de los venenos más mortíferos conocidos por el hombre fuera un inesperado dejo almendrado.

—Sí, me temo que sí. Y si quieres…

—Es venenoso, ¿sabes?

—Lo sé —dijo Yao apretando los dientes —. Y si quieres el antídoto…

—Oh, no existe antídoto —dijo Shen el Avaro, sirviéndose un poco más de té —. Es uno de los venenos más mortíferos conocidos por el hombre. Por suerte, una vez pasé un desafortunado mes atrapado en una isla repleta de raíces de escorpión y serpientes venenosas. Tuve que comérmelas para sobrevivir, claro. ¡La experiencia me hizo bastante inmune a la mayoría de venenos!

El Padrastro Yao fulminó a Shen con la mirada. Aquí había un misterio. Yao odiaba los misterios. Cruzó miradas con el Tío Hao y asintió con la cabeza.

Las Grandes Familias enviaban a sus prodigios mágicos al sagrario de los Yshari en Caldeum a que meditaran sobre el uso ponderado de ese poder para que al volver a Xiansai lo usaran de un modo descomedido. La Décima Familia prefería métodos más directos a la hora de matar, y entrenaba a los suyos en el uso de la fuerza aplicada de forma sutil sobre los órganos internos.

El Tío Hao levantó la mano, articuló una palabra y cerró el puño. Los faroles que colgaban del techo parpadearon y se balancearon como atrapados en un viento oscuro.

Durante el silencio, Shen el Avaro sorbía ruidosamente su té. Su corazón no parecía estar apretujado lo más mínimo.

Gotas de sudor cayeron por la frente del Tío Hao. Su puño ya sin sangre se estremecía en el aire.

Un temblor iba en aumento. La mesa se sacudía. Shen el Avaro terminó su té con un suspiro de satisfacción y depositó la taza.

La tetera explotó, lanzando fragmentos de cristal en todas direcciones.

Entre gruñidos, y tan solo levemente consciente de que sus asesinos se miraban frenéticamente en busca de rasguños envenenados como niños asustados, el Padrastro Yao apartó el pesado escritorio con una mano y sacó su cuchillo. Shen el Avaro permaneció sentado, inmóvil, con la frente arrugada con un interés educado. Mostrando los dientes, Yao retrocedió para atacar…

…y se detuvo. Le dolía la frente, y no por un arañazo.

Las cartas podían ser interceptadas, y los mensajeros torturados para sonsacarles información. Tras una inversión considerable y dolorosos encantamientos, el Padrastro Yao y el Hombre Roto habían obtenido otro método, más seguro, de comunicarse a distancia.

Yao había examinado minuciosamente al intruso a su llegada, y había dicho la orden de enviar entre dientes. No esperaba recibir una respuesta.

Cien susurros mentales se fundieron en un único y potente pensamiento procedente del Hombre Roto.

Dale lo que quiera, y reza para que se vaya pronto.

Yao se quedó sin aliento. El Hombre Roto había tomado el control de la Décima durante la Purga, cuando toda la ciudad se había vuelto contra la familia. Eran dos metros de carne llena de cicatrices, músculos y huesos soldados, y el único hombre al que Liang la Ruda, la mujer más poderosa de la ciudad, consideraba un rival.

Reza para que se vaya pronto.

El Hombre Roto tenía miedo de Shen el Avaro.

El Padrastro Yao envainó el cuchillo y contempló, contempló detenidamente, al intruso. Ropa ajada, manchada de polvo. Grandes bolsas bajo los ojos. Y esa sonrisa…

Todo el mundo en la Décima había pasado una vez por la Prueba del huérfano, y había frotado la cabeza de Zei para conseguir suerte. Todos conocían la leyenda del dios embaucador, atrapado en el reino mortal hasta que recuperara las joyas que había robado de los cielos.

Lamiéndose unos labios repentinamente resecos, Yao dijo: ¿Quién eres, abuelo? ¿Quién eres realmente?

—Solo un humilde joyero —respondió Shen el Avaro con gran satisfacción—. Y deseo contratar a la joven Jia para una misión muy interesante.

La huérfana y el joyero

Joyero

Descargar el relato en formato PDF