Hermano

Kehr caminó hasta que la apariencia, el sonido y el aroma de los patéticos plebeyos desapareció entre las sombras. La sangre del bárbaro hervía con ira resentida. Llevaba los puños apretados y sus nudillos comenzaban a tornarse blancos. ¿Acaso esos tontos no saben quién sostenía sus vidas en la mano? ¿Se daban cuenta de lo mucho que retrasaron su viaje, los días que le habían costado por una miseria de pan seco? ¿¡Cómo se atrevían!?

El sol se escurría silencioso tras las montañas mientras la furia del bárbaro se veía erosionada por lóbrega frustración. Rugiendo, desenvainó a Desdén y, luego de tomarla con ambas manos, la lanzó hacia la oscuridad.

—¡Ven hermana! ¡Ven a sermonearme sobre mi traición! ¡Ven a nombrarme con tu negra lengua!

Kehr cayó de rodillas, las sombras lo rodearon y cerró los ojos conforme los pasos se aproximaban. Su hermana vendría sin importar si protegía o no a los campesinos tontos. De qué sirve… el aliento se congeló en su garganta.

Muchos pasos —demasiados— golpeaban las baldosas del Camino de Hierro.

—No soy tu hermana, pero te nombro de igual manera, —dijo una voz, baja y gruesa, que balaba. —Te nombro tonto, presa y, sí, traidor.

Kehr se incorporó de un salto pero fue derribado. El bárbaro rodó e intentó levantarse, pero varios hombres cabra lo sujetaron con fuerza. Se sacudió a dos de ellos, mas un ataque por la retaguardia le hizo perder piso. Más khazra se apilaron encima de él y todo comenzó a tornarse negro.

—¡Suficiente! ¡Amárrenlo y tráiganlo acá!

Kehr escuchó el tintineo de cadenas y sintió fríos grilletes aprisionar con fuerza sus muñecas, hiriendo la piel. Los khazra lo patearon, mordieron y obligaron a que se pusiera de pie. Una de sus costillas reventó. Escurría sangre sobre su espalda y brazos. Los sonidos, el dolor, la ira; todo parecía distante.

—Este Camino de Hierro ahora nos pertenece, abandonaste a tus ovejas demasiado tarde bárbaro.

Kehr alzó la cabeza y parpadeó para sacudirse el calor líquido que inundaba sus ojos. Frente a él se encontraba un khazra monstruoso que fácilmente doblaba en tamaño al hombre cabra más grande que había visto en toda su vida. Pese a la bruma de dolor y sangre, Kehr estaba sorprendido. Tal engendro malnacido era una abominación aún para los estándares de los khazra. Sus enormes hombros daban paso a brazos anchos y largos, cuyas manos con nudillos espinosos llegaban al suelo. La piel de la criatura, de tonos grisáceos y violetas, se encontraba marcada con letras viles, runas y otros caracteres que se retorcían con vida artificial sobre la carne torturada. En lugar de dos cuernos en espiral, surgían cuatro de su nudoso cráneo y se extendían cual gruesos zarcillos de madera que arqueaban en torno a la prominente mandíbula, trazando una curva gentilmente obscena. Los cuernos eran pesados, estaban ceñidos con hierro y presentaban las mismas inscripciones que decoraban su piel. Denso cabello negro apelmazado con sangre y tintes rudimentarios —de tonos verdes y cafés— cubría sus piernas hasta rematar en pezuñas de ébano. El monstruo lanzó la cabeza hacia atrás al son de una carcajada cabría y una mueca se dibujó en el rostro de Kehr. Éste notó ubres simiescas y planas, perforadas con opacas argollas de cobre, colgando como pescado seco. Era un khazra hembra.

Con ternura torpe, ella pasó sus dedos ásperos sobre la parte superior de la cabeza del bárbaro, su mejilla y su cuello; Kehr sintió gran asco. Ella rió al tocar su pecho marcado.

—No soy la única marcada con las palabras de los dioses, ¿eh? —Hablaba en tonos fétidos que se cuajaban a su alrededor; su aliento agrio y húmedo. La khazra acarició las líneas que corrían sobre el corazón del bárbaro, marcas que éste había mantenido ocultas bajo su capa.

—¡Ja! ¿Acaso no lees? —Ella retrocedió un paso, levantando los brazos para exhibir sus vibrantes cicatrices. —Mis palabras traen fuerza. Mis palabras inspiran mando, fuego y poder de nuestro oscuro amo, quien me dio la tarea de tomar este Camino. ¡Aquél que inscribió estas palabras sobre mi piel y me coronó reina!

—Pero ¿tú? —Río. —¿Ésto es lo que llevas? ¡Ja ja!

En la creciente oscuridad, Kehr notó que las marcas de la matriarca emitían una luz arcana, un brillo violeta que danzaba justo fuera del alcance de su visión nublada. Ella hizo un gesto hacia uno de los hombres cabra que se encontraban detrás del bárbaro.

—Traigan al resto, pero no los maten todavía. ¡Quiero que las ovejas vean a su cobarde protector!

Hubo una respuesta chillona y Kehr inclinó la cabeza. ¿Los otros? ¿Acaso los refugiados cayeron tan rápido? La pregunta vino seguida de un pensamiento presto y cortante. Por supuesto, los había abandonado. Otra traición.

Llegaron más y más hombres cabra. Dos docenas, tres. Cada uno presentaba obediencia absoluta hacia la matriarca, la reina maligna. Algunos incluso traían sacrificios sangrientos, partes chorreantes e irreconocibles de bestias u hombres, que la khazra olió y engulló, o que aventó lejos. El aroma a mugre y sangre de cabra permeó el aire.

El khazra que mantenía sujetos los brazos de Kehr lo aventó al suelo y lo arrastró hasta dejarlo frente a las pezuñas agrietadas de la matriarca. Ella se agachó y acarició el cuerpo del bárbaro entre siseos, dispensando edictos a sus zalameros súbditos mientras éstos preparaban una enorme hoguera en el centro del camino. La matriarca emitió un sonido suave y sus uñas recorrieron la espina de Kehr, quien sintió una vez más el aliento caliente de la bestia sobre su cuello.

—Tú… —susurró—, quizá sirvas como montura satisfactoria por un tiempo. Un bárbaro mascota encadenado será un buen trofeo para la reina del clan del Hueso.

Kehr intentó escupir pero su boca se encontraba seca.

Gritos horriblemente familiares hicieron eco en la distancia. Kehr escuchó la furia en la voz de Aron y luego dolor. Los khazra se abrieron y los refugiados aparecieron en escena. Se encontraban aterrorizados; algunos sollozaban. Dos hombres cabra tenían bien sujeto a Aron, quien aún luchaba pese a encontrarse ensangrentado y desarmado. Un khazra alto de cuernos negros, obviamente favorecido por la matriarca, se aproximó a ella. Llevaba el hacha de Aron en las manos.

—Éste, él… él luchar. Matar a algunos de nosotros. —Era difícil entender lo que decía el hombre cabra, ya que arrastraba las palabras. Usaba un idioma que no era apto para su larga mandíbula y dientes bovinos. Asimismo, carecía de la inteligencia de su señora; inducida mágicamente o de otra forma.

La matriarca rió.

—¡Ja! ¡Hallamos otro lobo entre las ovejas! Tráiganlo ante mí.

Uno de los khazra empujó a Aron, quien cayó de rodillas. Kehr notó que el brazo del leñador estaba roto por la manera en la que lo sostenía y sangre escurría de su boca. Cuando se incorporó, sus ojos se toparon con los de Kehr y se abrieron de manera desorbitada.

—¿Qué? Pensé que escapaste, cómo…

—¡Ja! —Gritó la matriarca con deleite burlón. —Comienza a dudar ahora.

Aron examinó la monstruosa figura de la reina khazra, pero sus palabras lo sacudieron. El leñador regresó la vista hacia Kehr, quien se encontraba en el suelo frente a sus pezuñas. La bestia rió una vez más.

—¿Su protector? ¿Su salvador? Este cobarde bien sabía que estaban perdidos. Tomó su comida y huyó cuando se dio cuenta de que la emboscada estaba próxima. ¡Nos vio y tiró su espada!

Aron inhaló tembloroso.

—No, no. Él nos protegió… mató a tus…

—Exploradores inútiles y debiluchos, esclavos que envié para obligar a la caravana a seguir avanzando; a continuar hasta llegar a .

La khazra estiró una mano para acariciar amorosamente el hombro de Kehr.

—La fe ciega que depositaron en este traidor es algo muy común entre tu especie. No es de sorprender que estas montañas claman mi látigo y piden la eliminación de los roedores que infestan todos sus cañones; suplican convertirse en el trono del clan del Hueso.

Los hombres cabra vitorearon y levantaron sus armas al unísono, la matriarca sí que sabía como mover a su gente.

Aron estaba enojado. Habiendo olvidado su dolor, caminó hacia Kehr con los puños apretados.

—¿Nos hiciste pasar hambre por esto? ¿Fingiste honor y valor a cambio de nuestro pan, sólo para escabullirte cuando se presentó el verdadero peligro?

Aron escupió sobre Kehr; sangre y saliva.

¿Sultanes? ¿Lores? ¡Traicionaste nuestra confianza para el agrado de tu prostituta khazra!

La matriarca soltó una carcajada y Kehr se esforzó por sentarse derecho.

—No leñador, Aron. Los guardé bien… yo no sabía de…

La reina agarró a Kehr de las muñecas y lo obligó a incorporarse de un tirón. Los tatuajes mágicos de la criatura brillaban con luz agreste, otorgando fuerza a sus brazos de por sí musculosos. El bárbaro dejó escapar un grito ahogado al verse suspendido en el aire con los brazos estirados. Las cadenas pendían de sus grilletes como listones de metal.

—Pon atención hombrecito, ¡tu protector está marcado! ¡Ja! Grupo de ignorantes bajados de la montaña, había una clara advertencia en su pecho. ¡Éste fue nombrado traidor!

—Aron entrecerró los ojos, temblando por la rabia. —Mátame si así lo deseas, khazra, pero tomaré la sangre de este traidor.

La risa de la matriarca se convirtió en un aullido acompañado por las risas entre dientes de los demás khazra.

—¡Sí, sí! Mata a este bárbaro, hombrecito. Mátalo y quizá te deje ir para que hables del clan del Hueso en las Tierras Bajas.

—¡Gherbek! —Ordenó a su hombre cabra favorito. —Dale al leñador su hacha, ¡deja que corte algunos leños!

El khazra avanzó, extendiendo el arma. —Algo para ti, debilucho. —Dijo con voz suave.

Aron tomó el hacha con la mano sana y la usó como bastón. Empezó a andar, cojeando en dirección al bárbaro. Kehr notó que se encontraba herido de gravedad. La sangre del leñador manaba por el asta del arma hasta la hoja, dejando charcos a su paso. La matriarca bajó a Kehr hasta ponerlo al alcance del leñador, como si estuviera ofreciéndole un juguete a un niño. Aron alzó su hacha y colocó la hoja temblorosa contra el pecho del bárbaro.

—Esta cicatriz, —le gruñó a Kehr. —¿Fuiste marcado traidor? Dime la verdad, bárbaro.

Kehr inclinó la cabeza, su voz baja y pesada por la vergüenza.

—Sí, abandoné a mi gente durante su guerra contra los destructores de Entsteig. Abandoné mi deber y me fui para seguir a una mujer, la hija de un mercader errante. Soy un traidor y un cobarde. Por si eso fuera poco, la tribu del Ciervo fue aniquilada con la caída de Arreat antes de poder regresar a suplicarles su perdón.

Kehr levantó el rostro, tenso por la profunda pena que sentía.

—Cuando no los encontré, me marqué como traidor, leñador. Corté mi propia carne, la rasgué con un cuchillo al rojo blanco recién salido del fuego. Aún me maldicen por haber regresado, todavía rechazan mi penitencia. Mi hermana muerta… aparece todos los días al anochecer. No perdonarán, no lo harán nunca; no merezco su perdón.

El bárbaro cerró los ojos. —Y tampoco pido el tuyo.

La expresión de Aron se tornó distante. Parecía escuchar palabras de épocas pasadas, palabras que sonaban sólidas y verdaderas, que cortaban la risa animal que llenaba el aire. Sólo Kehr pudo escuchar la respuesta que susurró el leñador.

—Los nombres tienen poder, Kehr Odwyll. Esta bruja se equivoca con respecto a la gente de las montañas. Nuestros antepasados fueron los primeros en escribir las letras ancestrales que llevas en el pecho. —Aron se inclinó hacia el frente. —Conozco tu marca, bárbaro. Supe lo que eras desde que llegaste, pero también noté tu valor y esa es una verdad distinta.

El leñador ejerció presión sobre el hacha y su hoja mordió la piel de Kehr. El bárbaro exhaló.

—Esta hacha se encuentra ungida con mi propia sangre, —dijo Aron con voz clara y fuerte; la matriarca rió. —Con ella cambio tu marca.

La hoja trazó una línea roja por la mitad de la cicatriz.

—Ahora te llama hermano.

La matriarca siseó y dejó caer al suelo a Kehr, luego se abalanzó sobre el leñador y le propinó una feroz patada. Aron salió volando por encima de la hoguera, trazando un arco de sangre y carne rasgada por la pezuña tachonada con clavos. Cayó cual muñeco de trapo, pero aún así luchó por incorporarse.

—¡Pequeño tonto! —Gruñó la reina de los hombres cabra. Se encontraba lívida porque habían arruinado su diversión. —¿Crees que puedes trazar las palabras de los dioses con tu simple hacha? ¿Consideras que es posible conceder tal poder sin un costo terrible, agonía o pactos oscuros?

La khazra levantó al bárbaro por los grilletes y comenzó a tirar de sus brazos con el propósito de arrancárselos. Las runas de colores en sus gruesos brazos se agitaban y danzaban mientras los músculos de Kehr se estiraban en tenso relieve.

—Voy a partirlo cual pan —aulló la matriarca— y ahogaré a tu gente con lo que quede.

Se escuchó un crujido al dislocarse un hueso y Kehr gruñó a causa del dolor.

Aron alzó su cabeza ensangrentada y le habló al torturado bárbaro.

—Quedas perdonado, Kehr.

Los hombres cabra se burlaron. Uno de ellos dio un paso al frente y atravesó la espalda de Aron con una lanza. El leñador dejó de moverse.

De súbito, un agudo y estrepitoso chillido rajó el cielo nocturno. Los khazra guardaron silencio y gran cantidad de ojos negros se volvieron hacia la matriarca.

Ella temblaba y tenía sus torcidos dientes apretados mientras respiraba trabajosamente entre gemidos. Bajó los cuernos y clavó sus pezuñas en el suelo agrietado, pero no podía mover los brazos ni un centímetro más. La matriarca siseó cuando Kehr comenzó a juntar sus brazos de manera lenta e inexorable junto con los de ella. Luchando contra los esfuerzos del bárbaro, lo levantó aún más alto.

Kehr giró las manos para agarrar los dedos que se encontraban prensados alrededor de sus muñecas. Fue ahí cuando trató de soltarlo, pero ya era muy tarde. Estaba atrapada.

—¡No! —Gimió ella, mostrando los dientes mientras baba espumosa escurría por su barbilla. —¡Mi… mi fuerza desafía a la tuya! ¡No… no puedes hacer esto!

Los músculos de la criatura se hincharon de manera obscena mientras Kehr juntaba sus brazos. Reventó uno de los hombros de la matriarca y ella lanzó la cabeza hacia atrás junto con un alarido. El bárbaro doblaba los brazos de la khazra en un cruel ángulo y ésta no podía soltarse del retorcido abrazo. Los hombres cabra se arremolinaban alrededor conforme los gritos de su reina adquirían un tono lastimero y patético. Ella giró para liberarse y se lanzó hacia el frente… el bárbaro tocó piso.

Ahora la matriarca le pertenecía.

Al inclinarse, Kehr aprovechó la inercia de la criatura para jalarla por encima de sus hombros y proyectarla contra la hoguera. Horrorizados, los demás khazra se dispersaron mientras caían ramas ardientes a su alrededor. El bárbaro rugió hacia el cielo vacío y estiró sus brazos lateralmente con gran fuerza. Los grilletes se hicieron añicos y cayeron al suelo; los eslabones repiquetearon cual campanas rotas.

La matriarca se tambaleaba entre chillidos, una silueta humeante entre las llamas. El bárbaro cargó contra ella y saltó dentro del fuego, empujando a la criatura y agarrándola de sus cuernos torcidos. Con un brutal giro los arrancó de su cabeza y los alzó para posteriormente utilizarlos como si fueran garrotes, descargándolos contra la figura quemada de la reina al son del quiebre de huesos.

La noche tembló mientras los alaridos de la matriarca templaban con agonía el humo serpenteante. El Camino de Hierro se sacudió en armonía con los golpes de Kehr Odwyll y magia ancestral resonó a lo largo de la espina de la montaña, aceptando la furia del bárbaro y su sacrificio.

Transcurrieron horas antes de que su rabia se calmara. El sol se alzó en dócil silencio, bañando de rojo los picos.

Al alejarse de la pira, Kehr tiró al suelo la masa ensangrentada y examinó esa sección del Camino de Hierro. No quedaba ningún khazra; no regresarían a este sitio. Los refugiados no se encontraban lejos. Kehr notó que estaban apiñados en torno a la figura caída de Aron, inmóviles a causa del miedo.

—Recojan la comida que puedan —rugió el bárbaro—, nuestro destino se encuentra a dos días de viaje.

Caminante

Bárbaro

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