¿Será esta mi prueba? No hay nada aquí.

Cuando Mikulov se disponía a entrar en la cámara, la voz de Gachev se elevó a su alrededor. —¿Entrarás tan despreocupadamente a un lugar sin salida?

Mikulov sintió la tentación de mirar atrás, pero sabía que Gachev no lo había seguido. La voz estaba en su mente. Era la voz del miedo.

Comparó el temor con todo lo que creía verdadero. Después de haber confiado hasta ese momento en que los dioses le habían estado enviando señales, no iba a cambiar de idea ahora. Mikulov avanzó resueltamente por el piso de piedra de la habitación.

No cayeron rejas a sus espaldas para encerrarlo, la cámara no se inundó con agua y las paredes no se movieron para aplastarlo. Nada de eso sucedió. La energía viva que contenían las paredes latía con un ritmo acompasado. La dirección del pulso se detuvo cuando entró en la habitación. Estaba en el lugar donde los dioses querían que estuviera.

Pero, ¿qué era lo que debía hacer en este lugar?

Esperó. A pesar de que las paredes parecían marcar el tiempo con sus pulsaciones, perdió la noción del tiempo que había permanecido parado en el lugar: horrorosamente, sus circunstancias, minuto a minuto a minuto y hora a hora, eran siempre las mismas. Había seguido sus instintos, lo que él creía que era la voluntad de los dioses, y sin embargo había llegado, exhausto, a un punto muerto. La sangre le latía con fuerza en las sienes y el pulso se le aceleró. Con la furia volvió también la conciencia del paso del tiempo. Había estado parado aquí durante una eternidad. La frustración le decía que debía abandonar la cámara de inmediato.

Sin embargo, algo lo retuvo. Exploró en su mente y pudo ver la cara de Vedenin, que sonreiría con suficiencia al verlo llegar a las puertas del monasterio envuelto en el fracaso. No soportaría esa vergüenza, incluso aunque tuviera que esperar infinitas eternidades. Los dioses hablarían a su tiempo, no según la voluntad de un simple novicio.

El resplandor que lo rodeaba adquirió un tono sombrío. Acata la determinación de los dioses, parecía decir. Ten calma y espera su voluntad.

La paciencia nunca había sido el mejor atributo de Mikulov. Se obligó a doblar las rodillas y asumió una postura de sumisión en el suelo. Cuando el dolor fue demasiado para su cuerpo debilitado, silenciosamente se dijo las palabras que podían calmar su espíritu y separarlo del dolor. Dolor, eres bienvenido en mi morada. No vivirás aquí por mucho tiempo, pero mientras estés conmigo te trataré como a un huésped de honor.

Mikulov permaneció así durante lo que pareció una eternidad. Era una batalla perdida. El dolor punzante impregnaba su conciencia y lo mantenía atado a este plano, no al de los dioses. El sudor le nublaba la vista y caía sobre sus rodillas desnudas apoyadas en la piedra. Las pulsaciones de dolor y las gotas de sudor lo distraían y lo transportaban al ritmo arrullador que emitían las paredes. Ese pulso constante comenzó a parecerse a las burlas de Gachev. Mikulov estaba asediado por una monotonía implacable: la luz que golpeaba en las paredes, las piedras que relucían con un brillo frío y acuoso, la humedad que se filtraba por sus grietas, el liquen colgante que se balanceaba...

¿Se balanceaba?

Mikulov parpadeó e intentó recordar todo lo que había visto en los últimos momentos. Sí, percibía una alteración leve y sutil en la opresiva monotonía de la cámara. Se esforzó furiosamente por identificar esa variación.

¿Acaso esas mínimas pero tenaces muestras de vida de color verde se estaban balanceando cuando se arrodilló? ¿Si era así, cómo lo hacían? No había ni la más ligera corriente de aire.

Al contemplar los líquenes, Mikulov no tuvo dudas. No. Estaban inmóviles cuando entré. Pronto pudo ver cuál era la causa del movimiento de las plantas.

Un vapor turbio e inconsistente salía entre los bloques de piedra frente a sus ojos. Flotaba en el aire por encima de su cabeza, y aunque parecía tan frágil como para desvanecerse con un soplido, a la vez transmitía la imagen amenazante de algo que adquiría sustancia. Mikulov vio ondas de vibraciones que lo atravesaban, como el eco de las pulsaciones que latían dentro de las paredes.

Aunque era casi imposible, esa cosa parecía estar tomando forma, alimentada por la luz nacarada de las paredes. Algo en su interior se estaba pudriendo y le caían gotas de una sustancia que parecía contagiosa.

En la habitación se formó una nueva mezcla de color amarillo, verde y azul, pero ahora en tonos pálidos. Los colores y lo que fuese que les daba forma rezumaron y se fusionaron. Ante la imagen de algo enfermizo que cada vez se hacía más fuerte, en la mente de Mikulov se abrió paso un concepto que se aplicaba a esta presencia que seguía formándose: era un absceso . El núcleo de la masa ondulante desafió esa primera percepción, pues su centro parecía vacío. Esto es una herida, comprendió Mikulov. Una incisión larga y delgada, suspendida en el aire. La imagen desafiaba sus sentidos y sus expectativas, pues no tenía forma humana, no era una masa deforme y ni siquiera parecía una nube. Era una lesión incorpórea suspendida en medio de la nada. No había un cuerpo, no había una carne que hubiese recibido esa herida. Era como si el aire mismo hubiese sido cortado a hachazos salvajemente por un arma oculta. Mikulov pensó en la hoja que podría haber producido semejante laceración e instintivamente tocó la daga de puño en su costado.

Quedó paralizado, con la mano apoyada en el arma, mientras la herida seguía palpitando, expectante. En su estado de agotamiento físico, Mikulov se sintió agobiado por la herida, amenazado por su presencia. Era un ultraje a la realidad tal como él la comprendía. Claramente, la herida era algo vivo, un ser místico enviado para hacer pedazos su cordura con la misma violencia con que había sido desgarrado el aire.

Cuando la aparición se movió, Mikulov retrocedió para apartarse. Obnubilado entre la fascinación y la repulsión, no advirtió que estaba siendo manipulado y actuó con lentitud. Cuando el conocimiento aclaró su mente, Mikulov sujetó la daga de puño en la mano derecha y la apuntó hacia la lesión. La actitud de la herida flotante cambió. Respondía a cada movimiento de Mikulov y avanzaba o retrocedía en una especie de danza macabra con la daga. Mikulov se dio cuenta muy tarde de que, a través de esos amagos y retrocesos, la herida había ganado una posición que lo dejaba en gran desventaja. La herida ahora bloqueaba la puerta, la única salida posible del lugar.

Mikulov miró alrededor para asegurarse de que no hubiera otra de estas cosas emanando de las paredes. Sentía demasiada debilidad en las piernas, la espalda y los hombros como para ignorarla. Sus fuerzas y su capacidad de resistencia no eran infinitas y estaban llegando al límite. Para los monjes del Monasterio celestial flotante, los callejones sin salida no eran una opción. Los maestros les enseñaban a sus adeptos a buscar soluciones a los problemas de la vida, y a no dejarse paralizar por ellos. Mikulov tenía que pasar esta prueba lo antes posible, mientras aún tuviera fuerzas. Maldita sea esa herida y su amenaza, pensó mientras corría hacia la salida.

La aparición le impidió salir. No solo le bloqueó el paso, sino que se lanzó sobre Mikulov en un ataque salvaje. Pareció golpearlo con todo su ser. La lesión era húmeda al tacto, y quemaba. El novicio se sintió furioso consigo mismo por haber estado desprevenido. A pesar de su intento de último momento por esquivar el golpe, lo había recibido en plena mejilla y podía sentir un hilo de sustancia húmeda y viscosa que le bajaba por el cuello. Se le contrajo el corazón al pensar que podía haberse infectado. Arrancó un pedazo de la túnica que le colgaba de los hombros y se limpió el líquido pestilente, pero el ardor no se detuvo. Estaba caído de espaldas y sentía la presencia de esa cosa en todas partes. Sentía esa enfermedad espantosa en la piel y cómo caía en gotas desde el pelo aplastado y grasoso. Tumbado en el suelo, finalmente levantó la daga de puño para defenderse de cualquier ataque y, al hacerlo, se sintió un tonto. ¿Por qué no había usado el arma cuando corrió hacia la salida?

Corregiría el error ahora mismo. Se levantó con dificultad y se lanzó contra la nauseabunda aparición. Sin embargo, ese ser contraatacó con tanta rapidez que, si bien Mikulov estaba preparado, apenas logró usar su arma de la forma más simple: cortó la herida con ferocidad pero sin un atisbo de energía. Abrumado por el miedo, Mikulov no había podido concentrarse y canalizar su espíritu, ese poder que nunca antes había necesitado con tanta urgencia.

Mientras se tambaleaba hacia atrás a la espera de otro golpe, midió los efectos del corte. Incluso ese débil uso de la daga había sido suficiente. La forma espectral temblaba y parecía apagarse. La incisión en el aire ahora era más grande que antes, y la herida sangraba desde un lugar que no podía verse y salpicaba las piedras a su alrededor. Mikulov la contempló horrorizado, pues mientras sangraba y sufría, la herida crecía ante sus ojos. La sangre le latía en las sienes y aún sentía la adrenalina del último ataque, y supo que esta era su oportunidad. Debía atacar nuevamente ahora que la criatura intentaba recuperarse, en este momento. Sostuvo la daga frente a sus ojos una vez más, y esta vez concentró su mente para invocar la energía que necesitaba.

Esta prueba era crucial para evaluar tanto su pericia como su ingenio. En algún punto de su ejecución, este enfrentamiento era vital para demostrarles a los maestros que él era digno de seguir estudiando, y por los mil y un dioses que iba a demostrarlo.

Sin embargo, para su vergüenza, no lo logró de inmediato. Aprovechar el poder se había vuelto algo instintivo en los campos de práctica del Monasterio celestial flotante, pero esto ya no era una práctica. Concéntrate, se reprendió a sí mismo. Concentra la atención en lo que se libera. Enumeró los pasos en su mente rápidamente, con desesperación. Aferra tu mente a lo que necesitas. Orienta hacia ese punto tu determinación y deja que el anhelo libere ese flujo de energía desde cada centímetro de tu cuerpo. Sin embargo, era tan grande su necesidad que olvidó que el proceso no podía apresurarse y que debía moverse sin prisa, solo con determinación. Y por eso su siguiente ataque fue inútil, prosaico y sin poder.

De todos modos, algo cambió en el último instante. La herida se preparó para volver a atacar, y fue el temor de Mikulov ante ese contraataque lo que dejó salir algo de energía. Sucedió en el instante en que sintió que la criatura comenzaba a responder. El pánico por su incapacidad de defenderse atrajo la energía a su daga, y un breve pulso de poder salió lanzado en todas direcciones. Mikulov se sorprendió, y cayó hacia atrás por el impulso de esa fuerza.

Sus huesos golpearon el suelo violentamente mientras rodaba. Aunque su primer instinto fue levantarse, se detuvo un largo rato con la cabeza hacia abajo, mientras su mente no paraba de girar. ¿Qué había pasado con su destreza con la daga? ¿Ese dominio que tenía era solo producto de su imaginación? ¿O acaso la intensidad y los peligros de esta prueba simplemente eran demasiado para él? Aunque no podía verse a sí mismo para comprobar hasta qué punto se había herido, una mirada a su oponente le bastó para saber que el enfrentamiento había tenido consecuencias para los dos.

Lo que Mikulov veía era espantoso, pero había solo una cosa que lo obsesionaba, algo evidente y terrorífico: la criatura era mucho más grande y pestilente que antes.

La herida ahora se elevaba sobre él. Despedía calor y estaba inflamada, cada una de sus partes estaba ardiendo y brillaba con furia. Los surcos de la carne desgarrada no eran nítidos, como en el corte de una hoja, sino que se veían despedazados como si los hubiesen arrancado con la mano. La criatura se retorcía violentamente mientras en su interior bullían jadeos entrecortados. La sensación de que todo era un error se acentuó, y Mikulov sintió por primera vez que no podía respirar. Parecía que cada vez que tomaba aire sus pulmones se llenaban de una sustancia infecta y contagiosa. Y lo peor de todo era que las inmundas tripas de la herida ahora escupían un ácido caliente por todas partes. Mikulov se resbaló en el ácido y sintió que el fuego lo quemaba.

Mikulov expandió su mente, y en lugar de localizar su determinación se aferró al origen de su furia y descubrió que era una sensación que lo invadía. Sin embargo, después de la experiencia de escalar la montaña con Gachev había aprendido que incluso la furia era un regalo de los dioses. En lugar de abandonarse al sinsentido, decidió dominar su ira y canalizarla.

La hoja estalló en el aire con nitidez. La puntería de Mikulov era real. La enorme llama incandescente salió despedida hacia adelante, con más potencia que todo lo que Mikulov había logrado hasta entonces. El inmenso poder golpeó e hizo caer hacia atrás a los contrincantes, y se irguió desde la hoja de la daga como si fuese la furia personificada. La oleada de fuerzas se expandió hasta chocar con las paredes de la cámara y volver sobre sí, y en el trayecto golpeó con violencia a Mikulov y a la criatura desde dos lados diferentes a la vez. El muchacho que soñaba con ser monje quedó momentáneamente perdido en la conflagración, y finalmente se encontró caído de espaldas, con los ojos abiertos por la debilidad y el estupor.

Pudo respirar entre jadeos, y agradeció estar vivo. Sin dudas eso había sido suficiente, seguramente la criatura había sido derrotada. Quiso girar la cabeza para comprobarlo pero no pudo. Impotente, Mikulov sintió el amargo sabor de la desesperanza al ver que la herida flotaba sobre su cabeza. Esa criatura repugnante ahora era más grande y fuerte que nunca. ¿Cómo era posible? ¿Acaso los dioses estaban jugando con él? Observó una vez más las entrañas humeantes y comprobó que en el lugar en el que golpeaban la roca, comenzaban a crepitar y esparcirse. Incluso la fuerza de esos excrementos ahora era más potente. Parecía que Mikulov estaba avivando un incendio en lugar de apagarlo.

Y ya no le quedaba nada. Mikulov estaba tan agotado que, cuando la criatura dejó caer su sustancia corrupta sobre él, ni esa abrasadora agonía pudo provocar suficiente energía para protegerse. Contempló su destino con total claridad: una muerte lenta en medio de la enfermedad y el sufrimiento.

—Eres un estúpido —oyó que decía una voz—. Eres orgulloso, impulsivo y débil. Mikulov sabía quién hablaba. Gachev, ven a ver mi fin. Solo una mínima parte de su mente aún tenía cierta fuerza para preguntarse: ¿No dijo que no avanzaría más allá de la entrada? Supuso que se trataba tan solo de un recuerdo, que eran sus propios temores que se dejaban oír en su momento más vulnerable, y no hizo caso a esas palabras. Pero Gachev no se detuvo.

—Avergonzarás a tus hermanos, no solo a los que quedaron en el monasterio sino a todos los que enfrentaron esta prueba antes que tú. —Las palabras ardieron en su mente, pues sabía que eran ciertas. En su orgullo, Mikulov había osado pensar que él triunfaría allí donde tantos otros habían fracasado, pero era igual a ellos. —Cuando te concentras en tu miserable dolor, no puedes oír a los dioses. —Sí, era verdad. Mikulov no podía oírlos en su agonía, y nunca los había oído realmente. Incluso el mantra que había elegido para llevar consigo... Si hubiera pasado más tiempo buscando la orientación de los dioses habría elegido mejor. Habría basado su elección en la ofensiva, una embestida arcana que habría aniquilado a la criatura definitivamente. —Si sigues tus impulsos en lugar de seguir a los dioses, nunca me salvarás. —Comprendió lo estúpido que había sido. ¿Cómo podía salvarlo ahora el mantra de curación? Simplemente prolongaría su agonía y lo reviviría para otro ataque que solo haría crecer aun más a la criatura…

Mikulov prestó atención a las palabras de Gachev. Sus pensamientos titubearon. Nunca me salvarás. ¿Qué quería decir eso de salvarlo a él?

—Si sigues tus impulsos, tú también morirás.

Mis impulsos. Mikulov miró hacia abajo. El pergamino de curación estaba guardado en el bolsillo de su túnica, ahora hecha pedazos. Cuando lo extrajo, vio que estaba chamuscado y manchado, casi destrozado por la conflagración y el poder sin siquiera haber sido usado. Levantó los ojos una vez más en dirección a la abominación infernal que flotaba sobre su cabeza, la espantosa herida que desgarraba el aire de esta cámara funesta, la herida que no dejaba de crecer.

Y en ese instante, Mikulov comprendió.

Realmente no seguiría sus propios impulsos.

Hermanos de armas

Orfebre

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