V

Middlewick relucía como una linterna bajo el cielo oscuro, una linterna encendida con fuego y con los gritos de los agonizantes. Decenas de soldados se paseaban por las calles y los campos y las tierras de cultivo con las antorchas en alto y las espadas desenvainadas. Ruegos desesperados y llamas chisporroteantes permeaban la noche helada mientras los soldados de Stretvanger rompían ventanas, destrozaban puertas e incendiaban casas. La gente del pueblo salía a la calle en masa, como ratas, aferrando a sus hijos y sus posesiones, yendo de un lado a otro en sus pijamas chamuscados en medio de la confusión.

La voz de Stretvanger resonaba en el caos como la llamada de un cuerno de guerra que ahoga el clamor de la batalla. —¡Tienen cicatrices! ¡Busquen las cicatrices! —gritaba el obispo mientras ríos de gente pasaban por su lado e inundaban las calles—. ¡Busquen las runas y purguen sus cuerpos con las llamas! Si sangran, no están muertos.

Dalya se escabulló por los campos, el hedor del humo le hacía llorar los ojos. En cuatro patas, recorrió el pueblo entero, gateó a lo largo de todo el perímetro hasta que encontró la cabaña de su abuelo, la casa tras los pastizales. Recurriendo a las últimas energías que le quedaban en los músculos, corrió hasta la casa y se metió como un rayo por la puerta quebrada. Corrió a toda velocidad por el pasillo, se desplomó al entrar en la cocina y se revolcó torpemente entre los platos rotos. Sentía las piernas frías bajo el cuerpo y no tenía equilibrio para levantarse, así que avanzó lentamente hacia la despensa, decidida a salir de Middlewick reptando con su abuelo a remolque, si no lograba pararse.

Corrió los toneles de comida derribados, arrancó el panel suelto y se asomó al hueco. El olor a podrido le quemó las fosas nasales y la ahogó como una maraña de anzuelos. Un llanto violento le inundó el pecho y Dalya empezó a temblar.

El hueco estaba vacío. Se oía el eco de pisadas cautelosas en la casa.

—¿Istanten? —llamó, pero nadie le respondió.

Rebuscó entre los fragmentos esparcidos en el suelo de la despensa, descartando esquirlas de platos y trozos astillados de madera y cerámica. Dalya escarbaba en el caos en busca de un cuchillo o un tenedor o un fragmento de plato que le sirviera como arma para llegar a la puerta, pero se quedó paralizada en medio de la búsqueda cuando vio las tijeras de podar en el pasillo, después de la cocina.

Empapadas en sangre, de filo a mango.

Las paredes se iluminaron con la luz de una antorcha, y Harringer —el cuerpo doblado bajo el peso de la armadura pesada— se interpuso en su línea de visión y oscureció la despensa. El soldado se tomó un momento para examinarla bajo la luz, después se volteó hacia la cocina y gritó: —¡La encontré! Está aquí.

Desde afuera, llegaban los ruidos apagados de una charla. Harringer le extendió la mano, pero Dalya retrocedió, acercándose al hueco vacío. —¿Qué está pasando? —preguntó la niña, y las palabras le salían roncas y quebradas de los labios.

—Algo que nunca he visto —dijo el soldado. Tenía los ojos desorbitados y vidriosos de la preocupación—. Los otros seis cuerpos han desaparecido del huerto.

—¿Desaparecido?

—Se esfumaron. Sin dejar rastro.

—¿Y mi abuelo?

Afuera, alguien gritó. Los dedos de Harringer acariciaron la empuñadura de la espada. Volvió a mirar a Dalya y le extendió la mano por segunda vez. —Tenemos que irnos.

Dalya se quedó mirándolo estúpidamente durante varios segundos con la respiración agitada e irregular. —Creo que no me puedo poner de pie.

Harringer se le acercó y la levantó del suelo. Dalya le rodeó el cuello con los brazos mientras el soldado salía de la despensa y volvía a la cocina. Los restos de los platos y la vajilla crujían bajo sus botas. Apenas entraron en el pasillo, Stretvanger plantó una mano descomunal y nudosa sobre la pechera de Harringer.

—Bájala —rugió el gigante, que tenía el cuello ligeramente doblado para caber en la cabaña. Todo el frente de su atuendo estaba cubierto de manchas sanguinolentas y tenía un rastro estrecho de color carmesí que le bajaba de una oreja y ya empezaba a secarse

Harringer dudó. Stretvanger le dio una bofetada que lo envió de vuelta a la cocina. Dalya se soltó del abrazo del soldado y cayó al suelo mientras la figura imponente del obispo se acercaba amenazante. El gigante metió una mano en la sotana y sacó una daga curva de entre sus pliegues. Sus dedos se aferraron al mango como cinco serpientes huesudas y, con un crujido de rodillas y columna, se inclinó hacia adelante para acercarse a Dalya.

Su aliento era como ceniza caliente sobre la cara de la niña. —¿Dónde —susurró— está tu abuelo?

Dalya sacudió la cabeza. —No... yo no...

Stretvanger perdió la paciencia y le cortó la mejilla con el acero frío. Dalya pestañó, las lágrimas se le acumulaban en las comisuras de los ojos. —¡Muéstrame! —rugió, tomándola de la ropa y levantándola en el aire. Con los labios abiertos y pálidos, Harringer miraba desde un costado de la habitación cómo el obispo sostenía un cuchillo sobre el cuello de Dalya.

La niña abrió la boca para hablar. Hizo el gesto con los labios y movió la lengua, pero no encontró las palabras.

—Regaré las flores de tu abuelo con tu sangre. —siseó Stretvanger—. Registraré los campos palmo a palmo. Borraré hasta el recuerdo de tu existencia si no me respondes.

—Yo... —El cuchillo le mordió la garganta y Dalya dio un respingo. Encontró la mirada inquebrantable de piedra de Stretvanger y vio en sus ojos que decía la verdad. Nada de trucos ni de engaños. Pero tampoco maldad. Lo único que vio Dalya fue terror, un miedo oscuro y urgente en las pupilas dilatadas—. El bosque. Hacia el este desde el molino encontrará un claro. Está ahí, en una tumba abierta.

Con su cuchillo de mano, Stretvanger señaló a Harringer. —Ve —ladró, y el joven se fue apresuradamente por el pasillo hacia la puerta de entrada mientras gritaba órdenes a sus compañeros que estaban en la calle.

—Bájeme por favor —murmuró Dalya.

El obispo examinó la cocina. Sacudía la cabeza y murmuraba "No, no, no" a través de un sonrisa sutil mientras sus ojos escrutaban las paredes. Salió al pasillo y se adentró en la cabaña con Dalya, mientras abría puertas en el camino. —Tú estás muy lejos de quedar exonerada, pequeña. Es tu desastre el que estamos limpiando.

Abrió la puerta del sótano; una serie de escaleras empinadas se internaban en la oscuridad impenetrable bajo la casa como una lengua áspera que emerge de una boca oscura. —Volveré a buscarte pronto —prometió Stretvanger—. Charlaremos sobre el pecado de la mentira.

La oscuridad avanzó de golpe. Dalya se estrelló contra la escalera y cayó; el mundo le daba vueltas en su descenso vertiginoso por las escaleras. Un par de costillas rotas después, aterrizó en el suelo del sótano con un estruendo. La puerta en la cima de las escaleras era una línea delgada que se estrechaba cada vez más a medida que Stretvanger la cerraba y le impedía la salida.

A través de las paredes, oía los gritos ahogados de los vecinos mientras Middlewick ardía en la noche. Oyó el correteo de las ratas en los rincones del sótano. Oyó su propia respiración ronca, los gemidos agudos de dolor que emitía mientras se arrastraba hacia la mesa de trabajo de su abuelo, que estaba perdida en alguna parte en medio de la oscuridad.

Cuando la encontró, tanteó la superficie en busca de una vela. La apoyó cuidadosamente frente a ella y buscó ciegamente un pedernal entre las herramientas. Con la piedra en la mano, presionó la vela contra el suelo y raspó el pedernal contra el suelo. La oscuridad se pintó de una lluvia de chispas y, con los dedos dormidos, Dalya volvió a raspar una y otra vez hasta que la mecha se encendió.

El resplandor de la pequeña llama la obligó a entornar los ojos. Mientras se acostumbraba a la luz, se le derramaron algunos hilos de cera sobre los nudillos, pero después de unos segundos, levantó la vela y examinó el sótano de a poco.

La luz de la vela iluminó todos los rincones: la mesa de trabajo, los estantes, los cajones que estaba pegados a la escalera. La mente exhausta de Dalya casi pasa por alto al hombre anciano y reseco que estaba apoyado sobre la pared opuesta. Tenía unos rasgos familiares —la caída de los hombros, el nacimiento del pelo— pero estaba harapiento y raído, como si alguien estuviera usando la piel de su abuelo. Tenía los ojos de un color blanco lechoso que reflejaba el resplandor de la llama, y la boca le colgaba floja, como un trapo. Todas sus extremidades caían laxas, y se sobresaltó cuando ella lo miró.

Los latidos de Dalya le resonaban en los oídos.

La criatura gruñó y avanzó hacia ella. Tenía todo el cuerpo, desde el pecho hasta los muslos, cubierto con runas talladas sobre la carne. Dalya retrocedió con agilidad, pero le dolía hasta respirar. Desde la oscuridad salieron seis más; todos caminaban fatigosamente hacia ella y emitían sonidos inhumanos con sus bocas deformes.

—¿Abuelo? —chilló.

La vela repiqueteó contra el piso.

"Middlewick"

Orfebre

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