Nerissa Natoli caminaba pesadamente por las calles resbalosas de La Marca del Oeste, la llovizna bañaba las luces con un aspecto espectral en la penumbra del anochecer. Su aprensión no tenía tanto que ver con las criaturas que los habitantes de la ciudad habían detectado últimamente, sino con el clima, inoportunamente frío, y la niebla que se condensaba para transformarse en una lluvia que convertía las calles en superficies resbaladizas y traicioneras. Nerissa estaba cubierta con una capa de lana que la mantenía abrigada, pero la vergüenza de caminar bajo la lluvia la llenaba de un resentimiento amargo.

Hacía solo un año habría hecho el viaje en coche, atendida por sirvientes. Por supuesto, hacía un año todavía no habían empezado a llegar los acreedores con deudas y cuentas sin pagar a nombre de su marido. En el fondo, Ashton era una buena persona, se decía la joven. Pero el juego y la bebida habían arruinado a hombres aun mejores, y ahora él se había desvanecido para irse quién sabe a dónde, llevándose lo último que quedaba del tesoro familiar. Nerissa no lograba odiarlo, pero cada vez que metía el zapato en un charco congelado se le retorcía el estómago de rabia.

Caminó por una calle residencial bordeada de árboles antiguos y mansiones elegantes y pensó en todas las fiestas de disfraces a las que había llevado a Elizabeth en esa misma avenida... en las épocas en que todavía había dinero para vestidos. La calle le había parecido majestuosa desde la ventana del coche. Pero el coche se había ido poco después que los vestidos, y ahora los árboles tenían un aspecto oscuro y malévolo con esas extremidades añejas retorciéndose en la niebla.

Nerissa había conservado los caballos tanto como había podido. Eran un símbolo prominente de la posición de su familia, y cuando los vendió, ya no pudo ni siquiera seguir simulando. Mientras caminaba por las calles mojadas como una plebeya, maldijo su suerte en silencio y volvió a rogar que Ashton regresara con su fortuna intacta y sus debilidades superadas. Nerissa no era particularmente soñadora, pero no tenía muchos lugares más donde buscar consuelo. Encontraría una forma, se dijo. No permitiría que su hermana muriera como una solterona empobrecida. La sola idea fortalecía su decisión. Fuera como fuera, y sin importar el precio, iba a encontrar la forma.

Dobló en una calle lateral y vio su destino, que surgía amenazante como un despeñadero rocoso y sombrío. En realidad no era más que la casa, en comparación modesta, de un tal Vincent Dastin, un prestamista y mercader próspero —aunque vulgar—, pero en su imaginación se cernía sobre ella, contumaz y amenazadora. Miró la puerta de entrada con recelo. Hacía un año, habría enviado a un lacayo con su mensaje mientras ella disfrutaba de una copa de vino kehjistaní en el coche. Sin embargo, esta noche tuvo que subir la larga escalinata hasta la puerta con un hueco en el estómago de solo pensar en la vergüenza de pedir —no, rogar— que el hombre le tuviera paciencia.

Nerissa llegó a la entrada y apoyó la mano en la aldaba. Tomó el metal frío con toda la determinación de la que fue capaz y lo dejó caer sobre la puerta de roble, que se abrió casi de inmediato.

—¿Sí? —preguntó el lacayo regordete que atendió, levantando una ceja. A Nerissa le pareció un gesto insolente, pero contuvo su indignación. Después de todo había ido a rogar por su casa, y sospechaba que su desesperación era evidente hasta para los criados. Cuando se enteró de que Ashton había puesto la mansión familiar como garantía de un préstamo, sintió que el mundo se derrumbaba. Nerissa no sabía lo que era estar en deuda, nunca había experimentado la ansiedad mortificante de no poder pagar las cuentas o cumplir con las obligaciones. Pero la casa... la casa era otra cosa. Perder la casa sería perder su refugio, la última esperanza de regresar a la sociedad de La Marca del Oeste. La última esperanza de salir del pozo que había cavado Ashton. La última esperanza de encontrarle un candidato a Elizabeth.

Con toda la dignidad que pudo reunir, Nerissa le dijo al hombre con firmeza pero sin perder cortesía: —Vengo a hablar con el señor Dastin. —Entonces, reparó en que nadie la había presentado y agregó—: Mi nombre es Nerissa Natoli.

El lacayo hizo una pausa solo un instante más larga de lo que Nerissa consideraba aceptable, y después, para su sorpresa, agregó rápidamente: —Veré si el amo está para atenderla —y cerró la puerta.

Eso fue demasiado. Que la dejaran esperando en la puerta como una buhonera o una vendedora cualquiera era un insulto que Nerissa no sabía cómo soportar. Tomó la determinación de hablar con Dastin sobre la vulgaridad de sus sirvientes.

Mientras esperaba, recordó cómo había comenzado esa noche, cómo Elizabeth le había suplicado que se quedara a jugar a las cartas, y se sonrió con tristeza. Esa chica podía estar sentada en medio de una casa en llamas y solo pensar en bailar y divertirse. Pero, en cierta forma, la mansión Natoli se estaba incendiando y Elizabeth iba a ser la que más sufriera: era joven y bella, pero no tenía la más mínima esperanza de conseguir un buen partido a menos que pudiera recuperar su dote de alguna manera. Nerissa se obligó a no imaginarse los burdeles y antros de juego donde había desaparecido la herencia de su hermana, pero sentía cómo se le endurecía el corazón. En el fondo, Ashton era un buen hombre, se recordó.

La puerta volvió a abrirse y, cuando Nerissa se preparaba para entrar, el lacayo recitó con un tono que no podía considerarse deferente: —El amo no recibe visitas ahora.

Nerissa se quedó estática con el pie listo para pisar el umbral de la casa. ¿Había oído bien? ¿Ese mercader advenedizo le estaba negando una audiencia? La sangre le subió a las mejillas y supo que tenía que controlarse. Si hacía una escena ahora, lo único que conseguiría sería humillarse aun más. Su madre siempre había dicho que lo que distinguía a una verdadera dama era el modo en que sobrellevaba un desaire, y Nerissa no iba a darle a ese criado insolente —ni al maleducado de su amo— la satisfacción de comportarse como nada menos de lo que era. Se serenó y sencillamente dijo: —Muy bien —y después dio media vuelta y se fue.


Nerissa regresó caminando a la casa. Ahora las calles de adoquines estaban inundadas, la lluvia había empezado a caer con fuerza y el reflejo de la luz de las velas y los faroles bailaba parpadeante en los charcos que ella intentaba esquivar. La ira comenzó a desvanecerse y le cedió su lugar al miedo y la desesperación. Con la sorpresa del desaire de Dastin, Nerissa no se había detenido a pensar lo que significaba esa afrenta. Se le había negado incluso la posibilidad de pedir un aplazamiento de la deuda. La posibilidad de rogar por la casa, que era de ella y de Elizabeth. Por más desesperada que hubiera sido su situación en el camino de ida, Nerissa se dio cuenta de que ahora era aun peor.

Iba tan sumida en sus pensamientos que el relincho repentino de un caballo casi la mata del susto. Levantó la mirada. La lluvia fría le empapaba la cara y cayó en la cuenta de que no reconocía la calle donde estaba. Estrecha, oscura y sinuosa, parecía un bosque húmedo con criaturas desconocidas ocultas en las sombras. Nerissa conocía bien los mejores paseos y bulevares de La Marca del Oeste, pero esa callejuela tortuosa que nunca había visto le resultaba amenazante.

Se volteó para encontrar el origen del ruido y lo oyó otra vez, junto con el traqueteo de las ruedas de un coche. Maldiciendo la niebla, Nerissa miró a su alrededor sin poder decidir si la fastidiaba más el coche que no encontraba o la sordidez de la calle. Con un sacudón, apareció frente a ella un caballo negro como el carbón, su boca deformada por la violencia del tirón de las riendas. Nerissa estuvo a punto de caer de rodillas, pero de pronto la bestia se tranquilizó y su conductor la miró como si no hubiera pasado nada.

Nerissa no reconocía el uniforme del conductor, pero el modelo había pasado de moda hacía por lo menos una generación. Volvió a bajar la cabeza, la vergüenza por su estado aun más punzante frente a miembros de la vieja aristocracia, pero se volvió abruptamente cuando oyó su nombre.

—¿Nerissa?

La voz suave y amable parecía de una anciana, pero Nerissa no lograba identificarla. Se acercó a la ventana abierta del coche, el panel de madera apenas sostenido por una mano delicada y artrítica, e intentó discernir alguna cara en la penumbra.

—¿Sí?

—No te quedes ahí parada, hijita. Sal de la lluvia. Debes estar empapada. Abre la puerta, Nathaniel.

El conductor bajó con gracia y deferencia y abrió la puerta en silencio. Nerissa le agradeció con un movimiento de cabeza altanero y se metió en el coche, demasiado desconcertada como para sentir vergüenza, y francamente agradecida de que la rescataran de la lluvia.

Mientras se acomodaba en el banco de madera, sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad y logró distinguir una cara regordeta y arrugada, una profusión de rulos blancos y un cuerpo que, encogido por los años, ahora era casi del tamaño de un niño. Se devanó los sesos tratando de recordar el nombre de la mujer, pero no hubo caso. Ni el más mínimo recuerdo de esta mujer que obviamente la conocía y que, a diferencia de una porción cada vez más numerosa de la alta sociedad de La Marca del Oeste, estaba dispuesta a extenderle una mano cordial.

—Lo siento muchísimo —tartamudeó finalmente mientras la mujer la miraba con benevolencia— pero parece que estoy en desventaja. Por más que me esfuerzo no puedo recordar dónde nos conocimos.

La mujer le sonrío compasiva y palmeó el brazo helado de Nerissa con una mano que parecía hecha de pergamino. —No te preocupes, querida. Nunca nos presentaron, así que no me sorprende que no me recuerdes. —La anciana sonrió aun más mientras la cara de Nerissa se pintaba de desconcierto, y después dijo—: Soy una vieja amiga de la familia, y he estado pendiente de ti.

¿Le había guiñado el ojo? Nerissa no estaba segura. Pero se quedó sin aliento cuando, de pronto, imaginó que la mujer era una tía solterona perdida dispuesta a compartir su pequeña fortuna con ella y con Elizabeth. El pensamiento la hizo sentir culpable, pero con la amenaza de la ruina tan tangible, cualquiera que se pareciera aunque fuera remotamente a un salvador era alguien que debía ser tratado con el máximo cuidado.

—¿Pendiente de mí? Entonces... entonces sabe... —Nerissa dejó el final de la frase en suspenso e hizo un gesto discreto con la mano para indicar la caída de su familia en la pobreza, un tema que era de mala educación mencionar. La anciana asintió austeramente.

—Sí, querida. Me temo que sí. Y aunque parezca raro… —En ese punto, miró por la ventana la lluvia torrencial e hizo una pausa antes de terminar con una intensidad inesperada en los ojos—. Quizá tenga una solución a tu... digámosle "situación".

Nerissa hizo todo lo posible para mantener la cara inexpresiva, pero el corazón le dio un salto de la emoción. Todavía no entendía muy bien quién era la anciana, pero la posibilidad de que fuera su salvadora era real e inmediata. Eligió sus palabras con cuidado.

—¿Una solución?

Una posible solución, querida. Es, bueno… ¿Juegas a las cartas?

A Nerissa le pareció un comentario muy poco oportuno, pero asintió con la cabeza. De hecho, todos en La Marca del Oeste sabían que era una jugadora imbatible. Nunca había sucumbido a la fiebre del juego como Ashton, pero sí había vaciado el monedero de más de una rival en una partida "amistosa" de Destino u Oca loca. ¿La anciana sabría? ¿La estaba desafiando? Nerissa no sabía qué pensar. Ashton había apostado los bienes familiares y había perdido, ¿podría ella recuperarlos del mismo modo? Casi se sintió mareada ante la perspectiva, pero se limitó a sonreír y dijo: —Sí, sí. Juego a las cartas.


Cuando estaba bajando del coche en la puerta de su casa, Nerissa notó que afortunadamente la lluvia había frenado. De hecho, se había despejado y miles de estrellas iluminaban la ciudad vestida de noche. Giró de pronto y atajó la puerta antes de que se cerrara.

—Lo siento muchísimo, pero todavía no sé su nombre.

—Ay, qué tonta que soy. Nunca te lo dije. Me llamo Carlotta.

—Muy bien entonces, Carlotta. La espero mañana a la noche. ¿Está segura de que no quiere cenar con nosotras antes de jugar?

—Muy segura, hijita. Prefiero cenar sola. —Y con eso cerró la puerta, corrió el panel de madera y el coche se marchó dando tumbos.

Totalmente mareada, Nerissa subió los escalones hasta la puerta de su casa. Probablemente la anciana tenía una pequeña fortuna y estaba buscando una excusa para compartirla con ella y con Elizabeth. La excusa de las cartas era un invento amable, un eufemismo para que no pareciera que les estaba dando limosna. O quizá Carlotta no mentía y estaba más interesada en una partida de cartas a todo o nada que en el bienestar de Nerissa. ¿A quién le importaba? Sin dudas la vieja aristocracia de La Marca del Oeste contaba con miembros aun más excéntricos, ella había oído historias y hasta lo había visto con sus propios ojos. Si Carlotta quería jugar a las cartas, Nerissa no iba a negarse.


La noche siguiente, cuando la penumbra del anochecer comenzaba a envolver la casa, Nerissa caminaba ansiosamente de un lado a otro en su habitación. ¿Y si Carlotta estaba tan chiflada como parecía y había olvidado la cita por completo? ¿O si era algún tipo de broma cruel? ¿O si…?

La última carta

Orfebre

Descargar en PDF