—No le cuentes esto a nadie, —ordenó Guwate’ka, el más anciano de los sumos sacerdotes de las Siete Rocas. Éste se encontraba de pie frente a Benu y su penacho emplumado se alzaba casi un metro por encima de su frente arrugada. Estaba cubierto de pintura blanca de pies a cabeza, listo para los sacrificios rituales que habrían de efectuarse pronto.

—Los espíritus saben que actuaste con honor, Benu. Esto no es culpa tuya, —dijo otro sumo sacerdote. En total, cinco de los líderes más ancianos de las Siete Rocas habían entrado a la choza. Benu buscó su consejo al regresar a la aldea y narró los espantosos eventos de los que fue testigo.

Benu asintió, pero la furia permanecía en su interior. Se sentía mancillado y se preguntaba si los espíritus entendían que intentó, con todas sus fuerzas, detener al hereje.

—Ven, —Guwate’ka se volvió hacia la salida de la choza.

Afuera ardía una fogata en la parte central de la aldea. Varios santeros se bamboleaban en la orilla de las llamas, dando fuertes pisotones al ritmo de los tambores y de un cántico evocador emitido por una multitud de aldeanos. En otras partes, las antorchas parecían danzar entre las chozas como si fueran luciérnagas abotagadas. Las cargaban hombres y mujeres que preparaban frascos vacíos —aunque manchados de sangre— para las ofrendas de la noche.

Benu notó quienes regresaron y quienes no. Además del resto de su desventurado grupo de guerra, faltaban diez de los guerreros del clan. Se los imaginó en las aldeas de las Cinco Colinas y del Valle Nublado mientras los cubrían con aceites rituales y los preparaban para su viaje a la Mbwiru Eikura, tal como sucedía con los tributos de su propio clan.

La aldea entera inició un canto de respeto y admiración mientras solemnes encargados conducían al primer cautivo hasta la hoguera. Guwate’ka se aproximó al tributo. El sumo sacerdote sostenía una ornamentada daga metálica en la mano.

—¡Te celebramos a ti! —Dijo el sumo sacerdote a voz de cuello. —Y te entregamos a la tribu superior, donde todos los umbaru son un pueblo. En las horas siguientes cantaremos en honor de tu sacrificio, pues es magnífico.

—Y cuando llegues a la Tierra Inconclusa, ahí estaré para darte la bienvenida, —respondió el tributo con calma.

El brazo de Guwate’ka trazó un movimiento lateral, cortando el cuello del santero con precisión estudiada. El tributo no gritó ni se retorció de agonía. Murió con honor, tal como debía. ¿Qué era el dolor de este mundo en comparación con la gloriosa eternidad que le aguardaba en el reino más allá?

El sumo sacerdote alzó su cabeza hacia el cielo y estiró los brazos, su cuerpo temblaba con violencia. Poco después, una increíble aura azulada lo rodeó e iluminó sus rasgos.

Benu observó al anciano entrar al Trance Fantasmal, un estado que permitía a ciertos umbaru mirar a la Mbwiru Eikura. El joven santero conocía bien el ritual. Como todos los de su vocación, había nacido anclado a la Tierra Inconclusa. Su vínculo era mucho más fuerte que el de la mayoría, pero palidecía en comparación con los sumos sacerdotes. En el otro mundo, Benu sólo veía impresiones. Se decía que los líderes de su clan entraban en comunión directa con los espíritus y recibían sabiduría y órdenes.

Los solemnes encargados se apresuraron a recolectar la sangre del tributo en contenedores de barro cocido. Su cuerpo fue eviscerado y sus órganos retirados y colocados cuidadosa —casi amorosamente— en vasijas.

Guwate’ka salió del trance poco después. Miró a los asombrados aldeanos con ojos distantes, como si tuviera que aclimatarse una vez más al mundo físico. El tiempo en la Tierra Inconclusa, como había aprendido Benu, era distinto. Un trance podía durar minutos en el reino más allá, pero sólo transcurrirían segundos en este mundo.

—¡Este tributo ha llegado a la Mbwiru Eikura y canta su canción de agradecimiento! —Anunció Guwate’ka.

Los aldeanos aplaudieron jubilosos, algunos incluso derramaban lágrimas de felicidad.

Cayó la medianoche para cuando el último de los tributos fue liberado. Los aldeanos entraron a enormes chozas de madera para celebrar y hablar de los santeros cuyas vidas habían sido ofrendadas; las festividades continuarían hasta la mañana. Benu se rezagó cerca del fuego mientras sus compatriotas se dispersaban.

Algo le preocupaba, una inquietud distante. Aunque habían pasado horas desde su encuentro con el discípulo de Zuwadza, la voz del muy impertinente aún hacía eco en su cabeza.

Mira en sitios ocultos, formula preguntas sin responder.

Benu apretó los puños. Lo que le molestaba no eran las palabras del santero enemigo, sino la idea de haber sido afligido por su maldición. Esto pese a que los sumos sacerdotes le aseguraron lo contrario.

Asimismo, había algo más. En algún sitio sentía arañazos en el velo que separaba a los dos mundos y escuchaba susurros que le llamaban.

El joven santero caminó hasta el borde de la aldea, lejos del bullicio y del coro que surgía de las chozas. Aquellos de su condición tenían prohibido entrar al Trance Fantasmal después del Igani. Los sumos sacerdotes decían que tal cosa desorientaba a las almas de los tributos de reciente sacrificio. Sin embargo Benu deseaba, necesitaba saber qué decían los espíritus.

Tendría que hacerlo rápido.

Obligó a su espíritu a separarse de su carne. Lágrimas cálidas y espesas se deslizaron por sus mejillas. Con cada gota desapareció el mundo a su alrededor, revelando la topografía sin forma de la Mbwiru Eikura. Fulguró energía en el cielo, aunque ésta no iluminó la tierra cambiante que se extendía debajo.

—¿Permanezco en su gracia? —Preguntó.

Como respuesta, aparecieron frente a él una docena de figuras con ojos blancos y cuerpos de oscuridad pura. Era imposible distinguir sus rasgos pero, gracias a su extraño vínculo con la Tierra Inconclusa, le fue posible a Benu reconocer sus identidades: eran los espíritus de los tributos sacrificados. Aquellos hombres y mujeres que, según Guwate’ka, entraron a la Mbwiru Eikura en paz absoluta.

No obstante, eran todo salvo serenidad. Los espectros estiraron sus brazos sombríos hacia Benu.

Aunque no podía escuchar lo que decían, su confusión le perforó el alma. La Tierra Inconclusa no era lo que las apariciones esperaban y se retorcían con incertidumbre. Era como si su perspectiva del mundo se hubiese hecho pedazos.

Como si todo en lo que creían no fuese más que una mentira.

Benu no se atrevió a permanecer mucho tiempo. Sin embargo, un pensamiento lo alcanzó antes de que pudiera salir. Éste surgía como niebla errante desde las profundidades del reino amorfo, una advertencia.

Cuidado.

En el Umbral de la Duda

Santero

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