Dolor, eres bienvenido en mi morada. No vivirás aquí por mucho tiempo, pero mientras estés conmigo te trataré como a un huésped de honor. Conocerás la paz en este hogar, pero solo hasta que complete mi tarea. En ese momento, deberás marcharte. Hasta entonces, te saludo como a un viejo amigo.

El sudor corría por su cara, y el joven novicio recitó estas palabras en su mente para luchar contra la distracción del dolor lacerante que le subía desde las rodillas clavadas en la roca inflexible. El dolor punzante parecía adueñarse del mundo entero cada vez con más intensidad a medida que se irradiaba hacia arriba, pero él luchó para eliminarlo de su conciencia. La queja no servía de nada, y en realidad era peor porque le impediría cumplir su tarea. Estar de rodillas durante horas sobre esa superficie inclemente le había producido un dolor tan intolerable que podía impedirle reconocer su prueba, y sobre todo superarla. Si esa sensación se interponía en su camino y no podía erradicarla, entonces debía alterar su percepción: debía abrazar el dolor para poder vencerlo.

Si los maestros pudiesen leer mis pensamientos, se lamentaba el novicio, ya habría fallado. Los monjes de Ivgorod mantenían un control legendario sobre sus cuerpos, y en momentos de tensión sus mentes sobrepasaban la dimensión física hasta alcanzar un estado superior del ser. Siempre le decían que debía aclarar su mente, no tanto para poder alcanzar sus metas sino para poder oír a los dioses cuando le hablaban. Los dioses se comunicaban con todos los que los escuchaban a través del viento, la lluvia, los ríos, la naturaleza y, en el caso de Ytar, incluso a través del fuego.

Sin embargo, ahora lo único que se oía en esta cámara enorme y oscura era el pulso que golpeaba en los oídos de Mikulov, al ritmo del dolor que latía en sus rodillas. De todos modos, esas sensaciones acompasadas y las gotas de sudor que bañaban su frente eran la señal de que su cuerpo estaba casi en perfecta armonía. Mikulov se obligó a calmarse una vez más.

Dolor, eres bienvenid...

Su cara se torció en una mueca al pensar con temor que nunca lo superaría. ¿Cómo se le daba la bienvenida a algo que era insoportable? Había sido tonto creer que lo lograría, y también entrar en esa cámara aunque vio que no tenía salida…


En el Monasterio celestial flotante, el hogar de los legendarios monjes de Ivgorod situado en el principal continente occidental de Santuario, al pie de las montañas que custodian el bosque Gorgorra, los niños crecían rodeados de una soledad eterna. Sin importar el motivo por el que estaban ahí, todos conocían el ansia profunda de tener una familia. Ese anhelo los unía y les enseñaba a proteger y valorar cada rasgo que tenían en común. Los vinculaba un único deseo: la esperanza de convertirse en monjes de la orden algún día. Los que no mostraban suficiente aptitud para el estudio recibían un duro golpe cuando les ordenaban abandonar el monasterio, aunque tenían una última oportunidad: debían superar un desafío físico y ganarse así el derecho a regresar después de haber demostrado un talento antes no visto para el entrenamiento, o bien eran expulsados del monasterio para siempre.

Gachev, un muchacho unos años mayor, había atormentado a Mikulov durante mucho tiempo, hasta que su terquedad y su indiferencia ante la disciplina del monasterio habían obligado a los monjes a ponerlo a prueba. El frío era feroz el día que le ordenaron enfrentar su desafío, y las provisiones de Gachev eran pocas. Cuando Mikulov vio su desdichada mirada cargada de temor, comprendió que no debía esperar su regreso. Nadie en la orden había vuelto a ver a Gachev desde entonces. Mikulov se había sentido feliz al principio, hasta que comprendió que él también cuestionaba la autoridad y que probablemente él también debería enfrentar un desafío similar.

Mientras los portones del monasterio permanecían abiertos y la figura de Gachev se desvanecía a la distancia en el paisaje desértico, Mikulov observaba el rostro marchito del Maestro Vedenin. Con su ropaje vetusto, su larga barba y su cabeza de forma redondeada, el monje casi no se distinguía de los demás. Lo que diferenciaba a Vedenin, en una orden conocida por su tranquilidad, era su dureza. Su vehemencia se había grabado en la memoria de Mikulov. Eres un estúpido, sentenciaba Vedenin con aspereza. Lograba mantener un tono neutro en la voz, y a la vez infundía desprecio en cada una de sus amargas palabras. Tienes velocidad, agilidad y una mente despierta, y sin embargo eres orgulloso, impulsivo y débil. Te concentras solo en lo insignificante y en las frustraciones, y estás sordo ante los dioses. Tus acciones serán tu vergüenza y la del monasterio. Mikulov volvió a oír las palabras ese día, mientras Vedenin lanzaba una mirada despectiva hacia Gachev. Sin dudas, el monje deseaba lanzarlo algún día a ese mismo destino. Por instinto o por premoción, Mikulov comprendió que, cuando llegase su hora, sería Vedenin el que lo arrojaría a la prueba.

En ese momento, Mikulov juró que no fracasaría. A pesar de su juventud, estaba decidido a dedicar el resto de su vida al monasterio para prepararse para la dura prueba que tarde o temprano debería enfrentar.


Los monjes enseñaban que cada persona era un arma viviente, pero que era insensato confiar siempre en un solo recurso. Enseñaban que el verdadero poder de un monje provenía de la autodisciplina y el espíritu. Es por eso que la orden les exigía a sus acólitos el dominio de tres tipos de armas: las armas mentales, las armas de combate físico y, las más potentes, las armas espirituales que calmaban las almas y permitían acceder al poder que los dioses compartían con sus servidores fieles. Una vez que los monjes lograban esto, podían usar armas más mundanas como una extensión de su espíritu equilibrado. Mikulov se juró que haría lo mismo.

Desde el momento en que daban sus primeros pasos, los niños de la orden crecían rodeados de armamento físico. A Mikulov le gustaba especialmente la daga de puño, con su hoja corta empuñada en una mano de forma tal que su punta letal aparecía directamente en el puño y emergía con rapidez entre los dedos. Se familiarizó con el arma rápidamente, casi al instante, aunque desde luego se había opuesto en el momento en que Vedenin se la impuso. Al principio, Mikulov quería un arco.

—El arco es excelente para el largo alcance, pero absolutamente inútil a poca distancia —afirmó el viejo monje con desdén.

Mikulov no estaba de acuerdo: con el arco podía mantener alejados a sus enemigos, sin darles la oportunidad de acercarse.

Vedenin respondió que ante otras opciones mejores para el combate de largo alcance, el arco se convertía en una preferencia insignificante.

Cuando Mikulov se burló de esa afirmación, el viejo aprovechó la oportunidad para humillarlo frente a todos los muchachos y muchachas presentes. Vedenin le ordenó que tomase un arco y dos flechas, caminó hasta alejarse diez pasos y se paró con los brazos cruzados y las manos ocultas bajo las amplias mangas de su túnica. —¿Qué usarías para atacarme a esta distancia? —le preguntó.

Mikulov levantó el arco.

—Hazlo.

Frente a sus compañeros, Mikulov percibió el ligero cambio en el tono de voz de Vedenin. Ya no era una discusión, sino una verdadera prueba. Se movió para tomar la primera flecha sin dejar de mirar a Vedenin. Hubo un leve gesto en una manga, y la flecha se partió en la mano de Mikulov.

Vedenin se acercó cinco pasos. —¿Y qué usarías para atacarme a esta distancia?

Mikulov intentó tomar torpemente la otra flecha.

—Se necesita tiempo para preparar un arco —afirmó Vedenin—. El espíritu es instantáneo. Su siguiente gesto fue tan diestro y sutil que Mikulov ni siquiera pudo verlo. El arco y la flecha le explotaron en las manos. Sintió que sus orejas ardían al oír las risas de los demás pupilos.

El viejo ahora estaba parado a un brazo de distancia. Con un tono entre petulante y condescendiente, preguntó: —¿Y qué usarías a esta distancia?

Mikulov lo miró con furia. —Mis propias manos.

La mano de Vedenin se movió con una rapidez increíble para sus años. La punta infinitamente delgada y la afilada hoja de una daga de puño pasaron tan cerca de los ojos de Mikulov que pudo sentir cómo la daga cortaba el aire.

—Inténtalo —murmuró Vedenin con suavidad, para que sus palabras solo pudiesen ser oídas por Mikulov.


A pesar de la humillación, Mikulov era suficientemente perspicaz para comprender la sabiduría que encerraba esa lección. Con su sorprendente gracia y su equilibrio, pronto logró un formidable dominio de esta arma de combate cuerpo a cuerpo, y era habitual oír el jadeo de sus esfuerzos en el campo de práctica. Con el tiempo, se convirtió en un verdadero maestro en el uso de la daga.

Sin embargo, aún no lograba dominar la mente y el espíritu.

La verdadera proeza no provenía solo de los encantamientos de los pergaminos secretos. No. La antigua orden creía que la fuerza de los dioses estaba en todas las cosas, vivientes o inertes, y que por lo tanto el poder debía fluir a través de todos los elementos de la creación. Es por eso que los practicantes del Monasterio celestial flotante dedicaban sus vidas a aprender a sentir esa fuerza allí donde estuviese y a manipularla para servir a los propósitos de los Patriarcas, la voz de los dioses en Ivgorod.

Cierto día, cuando su daga de puño era apenas una mancha fugaz para quienes lo miraban practicar con el poste de madera que usaba como "enemigo", Mikulov se concentró con tanta profundidad que por reflejo su mente se expandió y alcanzó la resonancia cinética del poder de los dioses. Aunque la acción había sido casual y había usado solo una fracción de la fuerza disponible, el arma se clavó en el poste con algo más que simple fuerza física. La daga de Mikulov lanzó una brillante luz azul, y varios de los jóvenes que observaban cayeron al piso empujados por la onda de choque. Las ondas replicaron en las paredes del monasterio. Dos huérfanos salieron corriendo en medio del aturdimiento mientras llamaban a sus viejos maestros. No era necesario. Los monjes del Monasterio celestial flotante dedicaban los días a contemplar en éxtasis todo lo que los rodeaba, a la espera de señales de los dioses. Una evidencia tan clara de la divinidad no podía haber escapado a su atención.

Mikulov, que ya había alcanzado destreza con las armas físicas, había logrado dominar su mente y su espíritu al punto de hacer algo extraordinario. Era probable que pronto lo pusiesen a prueba. Cuando vio la cara severa e implacable de Vedenin que lo contemplaba con desdén en el campo de práctica, Mikulov supo que la probabilidad acababa de transformarse en una certeza.


En los días siguientes, Mikulov se esforzó por dominar esta nueva habilidad para poder convocar el poder a su voluntad.

La fuerza llegaba con más rapidez y confianza cuando lograba concentrarse por completo en el efecto que deseaba provocar. El contacto inicial había sido torpe y exasperadamente breve, algo que se le había escapado entre los dedos. De todas formas, le había servido para aprender que podía extraer ese poder y manejarlo, e incluso magnificarlo.

Decidió crear su propio entrenamiento y se puso a trabajar sin descanso.

Aferra tu mente a la necesidad de liberar el poder a través de la daga. Concéntrate en ese requisito. Orienta hacia ese punto tu determinación y deja que el anhelo libere ese flujo de energía desde tu mente a cada una de las fibras de tu cuerpo y tu espíritu.

Después de otros logros limitados, comprendió que la clave no era solo la concentración.

Debes concentrarte pero sin apresurarte: avanza sin prisa pero con determinación firme.

Siempre procuraba recordar que, dado que el poder de los dioses era un regalo que hacían, el apremio por recibir esa muestra de generosidad era una actitud egoísta e irrespetuosa.

Hermanos de armas

Orfebre

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