Los dioses te darán lo que necesitas cuando lo requieras. Tu deber es simple: solo tienes que estar concentrado en el instante que los dioses elijan.


Los detalles de las pruebas que se imponían a los iniciados eran uno de los secretos más celosamente guardados en el monasterio. Los que fracasaban eran expulsados de inmediato, y los pocos que lograban pasar las pruebas eran aislados para dedicarse de forma solícita al estudio, muchas veces durante décadas, y sus curiosos compañeros ya no volvían a verlos.

De todas formas, circulaban rumores sobre las reglas generales.

Junto con una única arma de su elección (en el caso de Mikulov, eso no era un problema, sería necesariamente la daga de puño) a los iniciados se les entregaba un mantra grabado por los maestros en un pergamino para que lo llevaran consigo. Podía ser el tipo de mantra que quisieran. Por mucho que se esforzaba, Mikulov no podía decidir qué mantra elegiría. Cada noche pensaba y buscaba en su mente la respuesta que no aparecía.

¿Qué será esencial para mi supervivencia?

Finalmente, la elección no estuvo determinada por el pensamiento sino por el temor.

Cuando se paró frente a la asamblea de maestros del Monasterio celestial flotante, le ofrecieron una amplia variedad de pergaminos. El sol aún no había salido, y los pergaminos brillaban tenuemente a la luz de las antorchas. Algunos eran de gran tamaño, otros apenas más grandes que su meñique, y unos pocos estaban cerrados y sellados con una intrincada insignia.

—El propósito de tu prueba —dijo Vedenin (naturalmente, era Vedenin el que le presentaba el desafío)— es comprobar tu capacidad para rendir tu mente, tu arma y tu espíritu a la voluntad de los dioses, tu capacidad para alejarte de tu propio altar y reverenciar el altar de los dioses. —La sonrisa de superioridad en el rostro aparentemente benigno del monje indicaba la poca fe que tenía en el novicio.

Mikulov dudó, y al dudar sintió el dictamen de los maestros que resonaba dentro de las paredes, y la incertidumbre y los peligros físicos que lo acechaban allí afuera. Por su vacilación, la elección se hizo obvia en ese momento: fue el mantra de curación.


Junto con el pergamino enrollado, recibió una hoja de papel doblada y cerrada con el sello del monasterio en cera. Las instrucciones eran claras: debía abrir la hoja de papel después de una semana de plegarias y meditación para prepararse. Solo al amanecer del octavo día podía romper el sello de cera para recibir más instrucciones.

Al despuntar la aurora, Mikulov abandonó el santuario. Instintivamente comenzó a caminar hacia el este, para adentrarse en las montañas que rodeaban a Ivgorod. Llevaba solo el pergamino y la hoja de papel y, en su cintura, la daga de puño enfundada. No tenía comida, pues debía ser una semana de ayuno, y tampoco agua: alguien que no podía encontrar los medios para saciar su sed jamás podía tener la esperanza de alcanzar la sabiduría requerida por los monjes del Monasterio celestial flotante.

Si demostraba ser incapaz de encontrar agua en la primera semana de su prueba, sería el fin. Habría fallado (y habría muerto) mucho antes de oír las voces de los dioses y, por supuesto, de intentar cumplir con su voluntad.


La semana comenzó con calma y tranquilidad. La principal prioridad de Mikulov era el agua, y por eso se dirigió hacia unas empinadas colinas que había divisado durante años desde la ventana de su dormitorio y que se unían con las Montañas Kohl hacia el sur. Tenía la confianza de encontrar un arroyo en la base, aunque no tenía ninguna certeza. Solo sabía que el agua siempre encuentra un camino para descender.

Podía oír la voz de los maestros cuando le decían que los dioses hablaban así, a través de la mezcla de conocimientos, instintos e intuición que formaban el método de pensamiento de un adepto. Su confianza fue recompensada: en la base de las colinas había un pequeño lago de aguas oscuras pero transparentes, alimentado por una corriente de agua que bajaba entre las enormes rocas. Con sumisión y reverencia ante el regalo recibido, Mikulov bebió largos tragos para refrescarse después de caminar durante todo el día y para reabastecerse para la semana que le esperaba. Estaba feliz de haber hecho el descubrimiento tan pronto, pues sabía que probablemente era el más importante de su prueba. En el implacable calor del verano, el agua era una necesidad esencial.

Decidió buscar refugio cerca del agua, pues pensó que quedarse cerca de esa fuente de generosidad de los dioses mostraba un corazón agradecido.

Sabía que en las montañas la oscuridad sobreviene rápidamente, y pronto encontró un espacio de suelo no tan duro, debajo de una roca colgante. Pensó que este era otro regalo de los dioses y dio las gracias antes de acostarse a descansar.

Al despertar estableció la rutina que habría de seguir en los seis días siguientes. Se acercó al lago y se lavó después de la expedición del día anterior. Era el mes más cálido del año, cuando hasta por las noches se sentía la rigurosidad y la incomodidad del calor. Mikulov sudaba aun casi sin moverse, y deseaba acercarse a los dioses limpio e impecable cada día. Apenas hubo un poco de luz, se metió en el agua y se sumergió. Contuvo la respiración tanto como pudo mientras les rezaba a los dioses y les decía que esperaba ser digno de ellos. Se bañó y renovó sus plegarias en cada amanecer.

Esperaba que los días transcurriesen en calma y en silencio, dedicado a la contemplación. Se sentía tranquilo y en paz. No había observado obstáculos a superar ni predadores que tuviese que vencer. En la quietud de este tiempo en soledad, no pronunciaba palabras.

Sin embargo, la semana no fue precisamente tranquila, pues Gachev vino de visita. Y Gachev seguía tan ruidoso como siempre.

El cuarto día, cuando el sol estaba en el cénit y el calor era brutal, su antiguo compañero le habló por primera vez. La rutina de Mikulov consistía en mantenerse cerca del área de descanso, donde la roca colgante le brindaba muchas horas de sombra, incluso cuando el sol estaba en lo más alto, y cerca de la abundante fuente de agua. Sabía que cuantas más horas permaneciese bajo la luz directa del sol, más rápido se agotaría. Salía de la sombra solo cuando era necesario y caminaba hacia el lago para recuperar el agua que había perdido por el calor del día y la noche. A pesar de sus precauciones, pronto sintió los efectos de una lenta deshidratación.

En el primer momento de aprensión, cuando la duda comenzó a surgir en su mente, Mikulov oyó esa voz burlona que le hablaba.

—¿Qué te hace pensar que puedes alcanzar el éxito donde yo fracasé?

Mikulov abrió los ojos y miró a su alrededor desde la sombra. Más allá de su campamento, recostado bajo la luz directa del sol, Gachev lo observaba, vestido con la misma vestimenta que usaba el día que se marchó del monasterio. No se veía diferente. ¿Cómo era posible, después de tantos meses en las montañas, que la túnica de Gachev no estuviese hecha jirones y que su piel no se viese sucia ni lastimada? Incluso estaba cómodamente reclinado, como si ese ardiente calor lo relajase, y observaba a Mikulov con indiferencia. —El primer día que pasé aquí, yo también me sentía triste y estaba seguro de que jamás volvería a tener un instante de dicha. Y sin embargo, ver a otros imbéciles que trataban de sobrevivir a estas semanas de infierno en medio de la vida salvaje me enseñó a reír nuevamente. —Con una ceja levantada en señal de consternación, Gachev estudió a Mikulov—. Con toda el alma —agregó.

Mikulov estaba tan sorprendido que estuvo a punto de hablar.

Aunque no estaba bajo un voto de silencio, se entendía que solo en el silencio los dioses permitirían ser oídos. Por eso, a pesar de las burlas, Mikulov se contuvo y no pronunció palabra. Se limitó a contemplar a Gachev a través del sudor que caía por sus ojos, a mirar a este joven que debería haber muerto.

¿Era él o era una aparición? Por su apariencia, que no había cambiado, y el sigilo con que había aparecido de pronto, Mikulov consideró la posibilidad de que Gachev fuese producto de su imaginación, un espejismo creado por el calor y la soledad.

Mientras Gachev seguía hablando, su voz iba perdiendo el acento burlón y sus palabras terminaron por revelar un temor tan bien escondido que Mikulov se sintió sacudido. En un tono inexpresivo, Gachev afirmó: —Ninguno de nosotros alcanza el éxito. Ningún novicio ha logrado pasar la prueba. Y ninguno lo logrará jamás.


Rápidamente, los días de hambre pasaron a ser días de dudas desgarradoras, y cada sensación empeoraba por los comentarios irónicos de Gachev. Aquello que estaba implícito en las palabras que Gachev repetía una y otra vez generó en Mikulov el deseo creciente de romper el sello y comenzar su prueba antes de lo previsto o incluso romper en pedazos el papel sin siquiera abrirlo. Mikulov comenzó a aventurarse más lejos de la roca y el lago que le brindaban refugio, pero Gachev siempre estaba cerca y seguía riendo amargamente ante sus esfuerzos por mantener la vigilia.

Con el paso de los días, las burlas y las preguntas engendraron diferentes teorías, todas verosímiles. Los maestros del Monasterio celestial flotante nunca promovían a ningún novicio de los rangos más jóvenes y rebeldes; los acólitos nunca se convertían en monjes. Después de todo, los maestros eran excesivamente selectivos al elegir qué monjes aceptar. Cuando los acólitos sumisos completaban sus estudios, simplemente servían como esclavos hasta que se convertían en un problema, y en ese punto eran enviados a enfrentar pruebas de las que no podían salir con vida para remplazarlos por una nueva generación de crédulos devotos. ¿Era así como el Monasterio celestial flotante había sobrevivido a través de los siglos?

Mikulov comprendió que sus temores lo estaban dominando y le hacían ver presagios y conspiraciones que no existían. Para acallar sus dudas, intentó recordar a algún huérfano que hubiese regresado victorioso de su prueba. No pudo recordar a ninguno. Se decía que aquellos que alcanzaban el éxito eran separados de sus antiguos compañeros para eliminar cualquier mínima distracción de sus estudios superiores, que eran su recompensa para los próximos años.

Las insinuaciones de Gachev tenían sentido.

—Eres un estúpido, Mikulov —le decía—. Eres orgulloso, impulsivo y débil. Tus acciones no te convertirán en monje. Solo te llevarán a la tumba anónima donde serás enterrado junto con tus hermanos.

Esos oscuros presagios le recordaban las funestas predicciones que Vedenin repetía hasta el infinito, acerca de que las acciones de Mikulov serían la desgracia para él mismo y para sus compañeros. Tal como entonces, Mikulov prefería creer lo contrario, atento una vez más a la apariencia impecable de Gachev y al eco de las palabras de su inflexible maestro. Esas advertencias apuntaban al verdadero temor que albergaba Mikulov: no la muerte, sino la vergüenza antes de morir. El joven que sería un monje decidió que Gachev era un producto de su imaginación, una compañía inventada para recordarle su soledad durante esa semana de preparación en las montañas.

Sus burlas son la voz de mis propios temores.

Y así, durante el último día, cada vez que Gachev abría la boca para decir algo, Mikulov endurecía su corazón para no escucharlo. Gachev se burlaba de sus esfuerzos, pero Mikulov se decía que ese joven novicio no era más que una quimera producto del sudor, el dolor y las dudas sin disipar. Al llegar al séptimo día de su prueba, Mikulov había convertido a Gachev en un ser irreal.

Y sin embargo, ese joven novicio le salvó la vida.


Cuanto más pensaba Mikulov en la siguiente mañana, cuando rompería el sello de cera y recibiría sus instrucciones, más anhelaba adueñarse de su destino en el primer momento posible. Recibiría el día en la cima de la montaña, donde la aurora alumbraría antes que en la base. Aunque era una travesía difícil, cuesta arriba en una roca empinada, el desafío parecía valer la pena, aunque tan solo fuese para terminar con su agonía un poco antes.

Hermanos de armas

Orfebre

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